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viernes, 31 de mayo de 2013

31 de mayo: Santa Camila Bautista de Varano

Bautista Camila nació en Camerino el 9 de abril de 1458, hija del príncipe Julio César de Varano y de la señora Cecchina di maestro Giacomo. Si bien nacida fuera de matrimonio, la niña creció en el palacio paterno, donde recibió una adecuada instrucción en las artes y las letras bajo el cuidado de doña Juana Malatesta, esposa del príncipe.

En torno a los 8 o a los 10 años, después de escuchar una exhortación del predicador Fr. Domingo de Leonessa, hizo voto de meditar cada viernes la Pasión del Señor y derramar, al menos, una lágrima. Este simple compromiso, abrazado con infantil entusiasmo y observado con una constante fidelidad incluso cuando le costaba sacrificios, le abrió los insondables horizontes de la gracia y la condujo a una intensa vida espiritual. Ella misma escribió: «Por virtud del Espíritu Santo, aquella santa palabra quedó impresa de tal manera en mi tierno e infantil corazón, que ya nunca marchó del corazón ni de la memoria». Algunos años después, otro franciscano, Fr. Pacífico de Urbino, animó a Camila a perseverar en el voto que había hecho.

De los 18 a los 21 años transcurrió un trienio de íntimas luchas espirituales, atraída por las realidades del mundo, pero sin jamás renunciar a su Señor sufriente, por amor del cual comenzó a practicar una austera ascesis. Comentando este tiempo de su vida interior, escribiría después con toda convicción: ¡Bienaventurada aquella criatura que por ninguna tentación deja el bien comenzado!

Durante la Cuaresma de 1479, en la iglesia de San Pedro en Muralto, por la predicación de Fr. Francisco de Urbino, la vigilia de la fiesta de la Anunciación, obtuvo la luz interior para comprender el don inestimable de la virginidad consagrada. En la Octava de Pascua, después de la confesión general hecha a Fr. Oliviero de Urbino, obtuvo el don de una profunda purificación.

Así preparada para ser toda de Cristo y vencida la resistencia paterna que duró dos años, el 14 de noviembre de 1481 ingresó en el monasterio de las Clarisas de Urbino, tomando el nombre de sor Bautista, usual en aquel tiempo también para las mujeres. Hacia finales de 1483 emitió la profesión religiosa. En los primeros días de enero de 1484 regresó a Camerino con ocho compañeras y, el domingo 4 de enero, dieron comienzo formal a la nueva comunidad de Hermanas Pobres de Santa Clara, en el monasterio que su padre había adquirido para ella de los monjes Olivetanos.

Se sucedieron los dones extraordinarios del divino Esposo, atestiguados en su autobiografía: iluminaciones interiores, palabras encendidas, éxtasis, visiones de ángeles y santos. Pero sobre todo se le concedió el insaciable deseo de participar de los dolores interiores que el Redentor había probado en su pasión. Alimentando diariamente su meditación en la Sagrada Escritura y en la liturgia, viviendo constantemente en la presencia de Dios, como atestigua su padre espiritual Antonio de Segovia, olivetano, la Santa escribió a lo largo de los años diversos textos de literatura mística, que, por su elevación, fueron apreciados por insignes eclesiásticos y santos como san Felipe Neri.

A la edad de 35 años fue elegida por primera vez abadesa, servicio en el que fue confirmada repetidas veces.

Llegó también para la Santa el tiempo de la prueba. La primera fue la aridez del alma, que duró cinco años, de 1488 a 1493, en la que experimentó el silencio de Aquel que era el único motivo de su vida. El eco de este tormento espiritual está ampliamente contenido en la carta autobiográfica conocida como Vida espiritual. La segunda prueba la hirió en sus sentimientos, primero, por la excomunión de parte del Papa Alejandro VI contra su padre, culpable de haberse resistido a la limitación que quería imponerse al señorío de Camerino; después, por la prisión de su padre y de tres hermanos por parte de César Borgia, que, finalmente, los hizo matar cruelmente el 9 de octubre de 1502. En tan trágica circunstancia, Camila Bautista había buscado en vano refugio en la ciudad de Fermo, encontrando después asilo en Atri, en el reino de Nápoles, junto a Isabel Piccolomini Todeschini, esposa de Mateo de Aguaviva de Aragón.

Tras la muerte de Alejandro VI el 18 de agosto de 1503, la Santa regresó a Camerino, donde el más pequeño de sus hermanos, Juan María, había podido reconstruir el señorío de los Varano.

El 28 de enero de 1505, el Papa Julio II, que la estimaba mucho, la envió a formar una nueva comunidad de clarisas en la ciudad de Fermo, donde permaneció dos años; también modeló la nueva comunidad de clarisas de San Severino Marche en los años 1521-22. Su espíritu de caridad la hizo sierva del prójimo de múltiples maneras: en la formación espiritual de las hermanas; en la redacción del tratado La pureza del corazón, que le había pedido un religioso; en la intercesión a favor de los condenados a muerte y para salvar a la ciudad de Treia de las soldadescas mercenarias. Según el testimonio de una hermana clarisa, en su corazón encontraba lugar toda la Iglesia de Cristo, por la cual oró y sufrió; en efecto, además de los defectos o las carencias de tantos eclesiásticos, la herían las noticias que desde 1517 llegaban de Alemania, donde el monje agustino Martín Lutero propugnaba la separación de la Iglesia romana.

Llegada a la edad de 66 años, de los cuales había pasado 43 en la intimidad del claustro, su ansia de «salir de la cárcel de este cuerpo para estar con Cristo» se apagó el 31 de mayo de 1524. Su muerte aconteció envuelta en el silencio, a causa de la peste, en el monasterio de Camerino, donde reposan sus restos mortales. Benedicto XVI la canonizó el 17 de octubre de 2010, en la plaza de San Pedro del Vaticano.


De la homilía de Benedicto XVI en la misa de canonización (17-X-2010)

Santa Bautista Camila de Varano, monja clarisa del siglo XV, testimonió con todas sus fuerzas el sentido evangélico de la vida, especialmente perseverando en la oración. Entró a los 23 años en el monasterio de Urbino y se integró como protagonista de aquel vasto movimiento de reforma de la espiritualidad femenina franciscana que se proponía recuperar plenamente el carisma de santa Clara de Asís. Promovió nuevas fundaciones monásticas en Camerino, donde fue elegida abadesa en varias ocasiones, en Fermo y en San Severino. La vida de santa Bautista, totalmente inmersa en las profundidades divinas, fue una ascensión constante por el camino de la perfección, con un amor heroico a Dios y al prójimo. Estuvo marcada por grandes sufrimientos y místicos consuelos; en efecto, como ella misma escribe, había decidido «entrar en el Sagrado Corazón de Jesús y ahogarse en el océano de sus dolorosísimos sufrimientos». En un tiempo en el que la Iglesia sufría un relajamiento de las costumbres, ella recorrió con decisión el camino de la penitencia y de la oración, animada por el ardiente deseo de renovación del Cuerpo místico de Cristo.

(fuente: www.franciscanos.org)

jueves, 30 de mayo de 2013

30 de mayo: San José Marello

José Marello, nacido en Turín el 26 de diciembre de 1844, pasó su infancia en S. Martino Alfieri, cerca de Asti.

Su devoción a la Virgen María fue determinante en su opción y fidelidad a la vocación.

Entró en el seminario de Asti y se trasformó en el animador de sus compañeros en los propósitos de bien y de santidad. Con algunos de ellos se unió con un vínculo de profunda amistad, llevándolos a establecer una regla de vida muy exigente y a vivirla juntos, como preparación para la ordenación y para el ministerio presbiteral.

Ordenado sacerdote el 19 de septiembre de 1868, José Marello ejerció su servicio sacerdotal en la diócesis de Asti, primero como secretario del Obispo y luego atendiendo las actividades de la Curia. Se dedicó con celo a las confesiones, a la dirección espiritual y a la catequesis. Asumió con especial interés la formación moral y religiosa de la juventud; para los jóvenes obreros organizó cursos vespertinos de catecismo. Siempre estaba dispuesto a ayudar al clero de la diócesis en su ministerio pastoral. Se manifestó sensible hacia los ancianos, haciéndose cargo una Casa de reposo, que no tenía medios para asistir a los internados.

Trabajó en comprometer al laicado a través de varias iniciativas católicas que iban surgiendo para sostener la persona y la acción del Papa en momentos difíciles para la Iglesia.

Al mismo tiempo, sentía un profundo deseo de dedicarse totalmente a Dios en la Trapa. Su obispo, Mons. Savio, lo disuadió diciéndole que el Señor esperaba otra cosa de él. Quiso trasmitir esta aspiración de dedicarse totalmente al Señor proyectando una nueva Familia religiosa, que hiciera revivir en la ciudad de Asti la vida religiosa masculina, sofocada por las leyes subversivas de aquel tiempo.

El 14 de marzo de 1878 fundó la Congregación de los Oblatos de San José, proponiéndoles como modelo a San José en su relación íntima con el Hijo de Dios y en el cuidar los designios de Jesús . A sus Oblatos, Sacerdotes y Hermanos, encomendó de modo particular la difusión del culto a San José, la formación de la juventud y la ayuda ministerial a las Iglesias locales.

Durante el Concilio Vaticano I, el Cardenal Joaquín Pecci tuvo ocasión de apreciar las dotes y virtudes del joven sacerdote José Marello, que acompañaba a su Obispo como secretario. Elegido Papa el Cardenal Joaquín Pecci, con el nombre de León XIII, lo nombró Obispo de Acqui, convencido de haber dado a esta Diócesis una "perla" de Obispo.

Habiendo tomado posesión de la diócesis, el nuevo Obispo José Marello se hizo presente en todas las parroquias con las visitas pastorales. Se mostró cercano a todos, preocupándose en unir los corazones entre el clero y los fieles.

En su actividad pastoral promovió el catecismo, la educación cristiana de la juventud, las misiones, el testimonio cristiano.

Murió el 30 de mayo de 1895 en Savona, donde había ido, no obstante sus precarias condiciones de salud, para tomar parte en las celebraciones del tercer centenario de San Felipe Neri.

Manteniéndose después de su muerte la fama de su santidad, testimoniada con numerosas gracias obtenidas, se iniciaron los procesos informativos. El 28 de mayo de 1948 se introdujo la Causa de Beatificación y el 12 de junio de 1978, en presencia del Papa Pablo VI, se leyó el decreto sobre la heroicidad de sus virtudes. Juan Pablo II lo proclamó Beato en Asti el 26 de septiembre de 1993, presentándolo a los Pastores del Pueblo de Dios, a sus Oblatos y a los fieles, como ejemplo y modelo de caridad hacia todos, y de incansable y silenciosa labor en favor de los jóvenes y de los marginados.

Con un decreto solemne del 18 de diciembre del 2000, el Santo Padre Juan Pablo II declaró que "ha sido probado el milagro obrado por Dios por la intercesión del Beato José Marello, Obispo de Acqui, Fundador de la Congregación de los Oblatos de San José: es decir, la curación improvisa, completa y duradera de los niños Alfredo e Isila Chávez León, sanados ambos simultáneamente de broncopulmonía con fiebre alta, disnea y cianosis en pacientes con desnutrición crónica".

Después del reconocimiento de este milagro el 13 de marzo del 2001, en el Consistorio ordinario público para la Canonización de algunos Beatos, Juan Pablo II pronunció con solemnidad su decisión: "Por la autoridad de Dios Omnipotente, de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y Nuestra, decretamos que... el Beato José Marello... sea inscrito en el Libro de los Santos el día 25 de noviembre del 2001".

(fuente: www.vatican.va)

miércoles, 29 de mayo de 2013

29 de mayo: Santa Úrsula Ledóchowska

Madre Úrsula Ledóchowska (1865-1939)
Fundadora de la congregación de Hermanas Ursulinas del Sagrado Corazón de Jesús Agonizante

Nació el 17 de abril de 1865 en Loosdorf (Austria), segunda de nueve hijos. Su madre, de nacionalidad suiza, descendía de una familia noble; su padre procedía de la antigua y noble familia polaca Ledóchowski, en la que destacaron hombres de Estado, militares, eclesiásticos y personas consagradas. Creció en un clima familiar lleno de amor y exigente. María Teresa, su hermana mayor, fundadora de las Misioneras de San Pedro Claver (Hermanas Claverianas), conocida como "madre de África", fue beatificada por el Papa Pablo VI en el año 1975; su hermano Vladimiro, un año menor que ella, fue superior general de la Compañía de Jesús de 1915 a 1942. Otro de sus hermanos, Ignacio, general del ejército polaco, murió asesinado por los nazis en el campo de concentración de Dora-Nordhausen, el año 1945.

En 1883 la familia se trasladó de Austria a Polonia. Tres años después, Julia entró en el convento de las Ursulinas de Cracovia. Durante la profesión religiosa, emitida en 1889, tomó el nombre de María Úrsula de Jesús. Destacó por su amor al Señor, su talento educativo y su sensibilidad ante las necesidades de los jóvenes en las difíciles circunstancias sociales, políticas y morales de su tiempo. En 1904 fue elegida superiora del convento de Cracovia. En ese tiempo emprendió valientes iniciativas apostólicas. Abrió un internado para jóvenes universitarias -el primero en Polonia-, donde las muchachas no sólo pudieran encontrar un lugar seguro, sino también una sólida formación religiosa: les organizaba la Congregación mariana y cursos para profundizar la visión cristiana de la vida, dirigidos por eminentes teólogos.

Convencida de la necesidad de cambiar las Constituciones según las nuevas necesidades pastorales, se dirigió a Roma en 1907. En una audiencia, propuso al Papa Pío X realizar su trabajo apostólico en el corazón de la Rusia hostil a la Iglesia. Con la bendición del Vicario de Cristo, ese mismo año, al concluir su cargo de superiora del convento de Cracovia, acompañada de otra religiosa, ambas vestidas de civil, pues la vida religiosa estaba prohibida en ese país, partió hacia San Petersburgo.

Las religiosas vivían en la clandestinidad y, aunque eran vigiladas continuamente por la policía secreta, realizaban una intensa labor educativa y de formación religiosa, también con vistas a promover buenas relaciones entre polacos y rusos.

En 1908, la Santa Sede, a causa de las grandes dificultades de comunicación, aprobó la erección canónica de la casa de San Petersburgo como casa autónoma, con noviciado. La madre Úrsula fue nombrada superiora. Al año siguiente, la actividad del convento se extendió a Finlandia, donde construyó una escuela con internado para muchachas.

Cuando estalló la primera guerra mundial, en 1914, la madre Úrsula, al ser ciudadana austríaca, tuvo que salir de Rusia y emigró a Escandinavia: primero a Suecia y luego a Dinamarca, desde donde podía mantener más fácilmente contactos con sus religiosas de San Petersburgo. Para evitarles las consecuencias de la revolución bolchevique, trasladó la comunidad a Estocolmo, donde fundó un instituto de lenguas para muchachas. En 1917 se trasladó, con toda la comunidad, a Aalborg, en Dinamarca, donde abrió una casa para niños huérfanos de los inmigrantes polacos. Durante el tiempo de su estancia en Escandinavia, además de su apostolado educativo, trabajó intensamente en la promoción del compromiso ecuménico. Asimismo, colaboró con el Comité de ayuda a las víctimas de la guerra en Polonia, fundado por Henryk Sienkiewicz, famoso escritor polaco premiado con el premio Nobel por su libro "Quo vadis".

La casa de sus religiosas se convirtió en un apoyo para la gente de diversas orientaciones políticas y religiosas. Su amor ardiente a la patria iba unido a la apertura a los otros. Cuando le preguntaban cuál era su orientación política, respondía sin vacilar: "Mi política es el amor". En ese tiempo, la Santa Sede le concedió el permiso para transformar su convento autónomo de Ursulinas en la congregación de Hermanas Ursulinas del Sagrado Corazón de Jesús Agonizante.

La espiritualidad de la congregación se centra en la contemplación del amor salvífico de Cristo y en la participación en su misión por medio de la labor educativa y el servicio al prójimo, especialmente a los que sufren, a los que viven en soledad, a los marginados y a los que buscan el sentido de su vida.

Úrsula educaba a sus religiosas para amar a Dios sobre todas las cosas y en Dios a toda persona humana y a toda la creación. Recomendaba, como testimonio creíble de una relación personal con Cristo, la sonrisa, la serenidad de espíritu, la humildad y la capacidad de vivir la vida ordinaria como camino privilegiado para la santidad. Ella misma era un ejemplo notable de ese tipo de vida.

La congregación se desarrolló rápidamente. Nacieron comunidades de religiosas Ursulinas en Polonia y en otras regiones. En 1928 abrió en Roma la casa general y una pensión para muchachas pobres. Las Ursulinas comenzaron también a trabajar entre los pobres de los suburbios de la ciudad eterna. En 1930 se establecieron en Francia.

La madre Úrsula fundó numerosos centros de educación y de enseñanza; enviaba a las religiosas a dar catequesis y a trabajar en zonas pobres; organizaba ediciones de libros para niños y jóvenes; ella misma escribió libros y artículos.

Trató de iniciar y apoyar organizaciones eclesiales para niños (Movimiento Eucarístico), para la juventud y para las mujeres. Participaba activamente en la vida de la Iglesia y del país. Recibió condecoraciones estatales y eclesiásticas.

Ejerció gran influjo sobre la vida de la madre Úrsula su tío Mieczyslaw, arzobispo de Gniezno-Poznan, primado de Polonia y después prefecto de la Sagrada Congregación para la propagación de la fe.

Murió en Roma el 29 de mayo de 1939. Fue beatificada por el Papa Juan Pablo II el 20 de junio de 1983 en Poznan.

(fuente: www.vatican.va)

martes, 28 de mayo de 2013

28 de mayo: Beato Luigi Biraghi

«Gran pedagogo, pacificador y fundador»

Madrid, 28 de mayo de 2013 (Zenit.org) Nació en Vignate, Milán, Italia, el 2 de noviembre de 1801. Era el quinto de ocho hermanos de una familia de agricultores. Cuando tenía 3 años se trasladaron a Cernusco sul Naviglio donde los suyos ampliaron su patrimonio. Su padre fue alcalde de esta localidad. A la edad de 12 años, Luigi ingresó como interno en el colegio Cavalleri, de Parabiago y bajo la guía del rector del mismo, el párroco Agostino Peregalli, maduró su vocación al sacerdocio. En su corta vida, y aunque había compartido con los de su edad los afanes propias de la misma teniendo como núcleo capital los juegos, se había dado cuenta de que su mejor amigo era Jesús. Y decidió seguirle de cerca consagrándose a Él. Estudió en los seminarios de Castello sopra Lecco, Monza y Milán. Como informan las actas era «muy capaz y diligente en todo». En 1815 perdió a sus dos hermanos mayores y su padre fue involucrado en un importante fraude que se detectó en el municipio que presidía. Luigi se aferró a la divina providencia, como hizo siempre. Era diácono y profesor del seminario menor y tras recibir el sacramento del Orden en la catedral de Milán el 28 de mayo de 1825, fue designado vicerrector y profesor de griego en el seminario de Monza. Ejerció la docencia durante ocho años. En 1833 fue nombrado director espiritual del seminario mayor de Milán, misión que ocupó una década de su vida sellada por la caridad, obediencia y fidelidad eclesial. Alentando a los seminaristas a crecer en la virtud les instaba a dejar su corazón abierto a la voz divina. Lo esencial era amar a Cristo sobre todas las cosas. Así serían fieles a su vocación. Tenía claro que cuando más santo fuese un sacerdote, más efectivas serían sus súplicas por el pueblo que le hubieran encomendado. La lucha sería efectiva: «con el atractivo de la caridad, con la belleza de la verdad, con la santidad del ejemplo». Concibió un magnífico itinerario formativo que fue dado a conocer a todo el clero por indicación del cardenal arzobispo Gaisruck. Al tiempo que formaba a los seminaristas, predicaba y se ocupaba de acompañar espiritualmente a los laicos.

En 1837 la Virgen le inspiró la fundación de las Hermanas Marcelinas, que nacieron en 1838 en Cernusco sul Naviglio contando con Marina Videmari. Su objetivo era actuar espiritualmente en la sociedad a través de la formación integral de las jóvenes, futuras madres de familia que podrían construir su hogar sobre pilares cristianos. A la par que defendía la dignidad de la mujer en una sociedad que la minusvaloraba, subrayaba su valía frente a quienes la relegaban a la maternidad exclusivamente. Había elegido el nombre de Marcelina para su obra como homenaje a la santa del mismo nombre que logró educar a sus hermanos menores, igualmente santos, Sátiro y Ambrosio. Instituir esta congregación fue una decisión orada en soledad y en silencio, presuponiendo el alto costo que iba pagar con ello. Tanto es así, que estuvo al borde de desistir de su empeño. Sintió «repugnancia, pereza», y el peso de la incertidumbre. Entonces acudió a la Virgen de los Dolores y tuvo la certeza de que contaba con su bendición. Con este sentimiento había nacido la obra. Luigi colaboró en la fundación del periódico milanés L’Amico cattolico de acuerdo con el arzobispo Gaisruck y fue redactor del mismo durante unos años. En 1841 abrió un nuevo colegio en Vimercate al que seguirían otros en distintos lugares y países de Europa y América. Al año siguiente, debido a sus problemas de salud, pidió ser relegado de su misión en el seminario, pero no logró su propósito; le mantuvieron en su puesto. Cuando en 1843 se propuso secundar a Luigi Speroni en la fundación de un instituto de sacerdotes misioneros, el arzobispo no dio su visto bueno y aceptó su disposición con obediencia y mansedumbre.

En 1850 el conflicto austro-húngaro propició su destitución en la labor que realizaba en el seminario. Los austriacos determinaron separarle de los seminaristas de Milán. Fue una especie de represalia porque él les había instado de antemano a orar por los enemigos y a huir de cualquier forma de violencia. Era un pacificador que defendía a ultranza la concordia y respeto entre los seres humanos, considerando que ello revertía en un futuro mejor. Pero la acusación de haber participado durante la insurrección de los cinco días que había tenido lugar en 1848 pesó en su contra. Entonces él se había presentado ante el conde Gabrio Casati en nombre del arzobispo con objeto de preservar los derechos de la Iglesia en aspectos cruciales como la educación, la libertad, la designación de prelados… Y en 1853 tuvo que comparecer en un juicio que tuvo lugar en Viena. Con todo, en 1854 se afincó en Milán. Al año siguiente obtuvo el doctorado y después sucesivamente sería nombrado viceprefecto de la Biblioteca Ambrosiana y canónigo honorario de la basílica de San Ambrosio. Gozaba de la confianza del papa Pío IX, quien en 1862 le invitó a predicar al clero milanés con la difícil tarea de conciliar corrientes opuestas en un intrincado momento histórico que se dividía entre los que perseguían la unidad nacional del país y los partidarios del poder temporal pontificio. Ello le acarreó juicios desfavorables y diversos ataques que soportó con humildad y serenidad. Estos contratiempos no le impidieron dedicarse a su fundación y a la dirección espiritual de quienes lo solicitaban, así como al estudio y la escritura. Por cualquiera de estas vías transmitió su profunda vida interior durante un cuarto de siglo. Poseedor de una vasta cultura, fue un especialista en patrología y arqueología. Fruto de sus investigaciones se descubrió la urna que contenía las reliquias de san Ambrosio en el transcurso de la restauración de la basílica del mismo nombre, junto a la de los santos Gervasio y Protasio. Ello hizo que en 1873 Pío IX le concediera el título de prelado doméstico de Su Santidad.

Murió en Milán el 11 de agosto de 1879. Benedicto XVI lo beatificó el 30 de abril de 2006.

(28 de mayo de 2013) © Innovative Media Inc.

lunes, 27 de mayo de 2013

27 de Mayo: San Agustín de Canterbury

Fundador de la Iglesia en Inglaterra
Año 605

San Agustín de Canterbury es considerado uno de los más grandes evangelizadores, al lado de San Patricio de Irlanda y San Bonifacio en Alemania. Tiene el gran mérito de haber dirigido la evangelización de Inglaterra.

Era superior del convento benedictino de Roma, cuando el Sumo Pontífice San Gregorio Magno se le ocurrió en el año 596 tratar de evangelizar a la isla de Inglaterra que era pagana. Conociendo el espíritu generoso y emprendedor de Agustín, que no se acobardaba ante ninguna dificultad, y además sus grandes virtudes, el Papa lo envió con 39 monjes más a tratar de convertir a esos paganos sajones.

Y sucedió que al llegar Agustín y sus 39 compañeros a la costa, donde se tomaba la embarcación para llegar a Inglaterra, allí les contaron terribles barbaridades acerca de los habitantes de esa isla, y los otros misioneros sintieron mucho miedo y enviaron al santo a que fuera a Roma a contarle al Pontífice lo peligroso que era esto que iban a emprender. Agustín fue a hablar con el Papa, pero san Gregorio lo animó de tal manera, recordándole que Dios les concedería la buena voluntad de aquellas gentes, que ya desde entonces Agustín no se dejó desanimar por los temores.

En Inglaterra mandaba el rey Etelberto que tenía una esposa muy santa (que después se llamó Santa Berta) y el primer regalo que Dios les concedió a los nuevos misioneros fue darles la buena voluntad del rey. Este los recibió muy cariñosamente y les pidió que le enseñaran la religión, y tanto le agradó que pronto se hizo bautizar y les regaló su palacio real para que les sirviera de convento a los misioneros y les dio un templo en Canterbury para que allí enseñaran. Y en ese sitio está ahora la más famosa catedral de Inglaterra: la Catedral de Canterbury.

El rey dejó en libertad a los súbditos para que escogieran la religión que quisieran, pero les recomendó que se instruyeran en la religión de Jesucristo y tanto les agradaron a aquellas gentes las enseñanzas de Agustín y sus monjes, que en la Navidad del año 597 se hicieron bautizar 10,000 ingleses y entre los nuevos bautizados estaban los que ocupaban los cargos más importantes de la nación.

San Agustín de CanterburyAgustín envió a dos de sus mejores monjes a Roma a contarle al Sumo Pontífice tan hermosas noticias, y el Papa en cambió le envió el nombramiento de arzobispo, y otro buen grupo de misioneros, y cálices y libros para las celebraciones y muchas imágenes religiosas que a esas gentes recién convertidas les agradaban en extremo. San Gregorio se alegró muchísimo ante noticias tan consoladoras, y le recomendó a San Agustín un simpático plan de trabajo.

San Gregorio, sabiendo que la principal virtud del obispo Agustín era la docilidad a sus superiores, le envió las siguientes recomendaciones 1º. No destruir los templos de los paganos, sino convertirlos en templos cristianos. 2º. No acabar con todas las fiestas de los paganos, sino convertirlas en fiestas cristianas. Por ejemplo ellos celebraban las fiestas de sus ídolos con grandes banquetes en los cuales participaban todos. Pues hacer esos banquetes, pero en honor de los mártires y santos. 3º. Dividir el país en tres diócesis: Canterbury, Londres y York.

Nuestro santo cumplió exactamente estas recomendaciones, que le produjeron muy buenos resultados. Y fue nombrado por el Papa, jefe de toda la Iglesia Católica de Inglaterra (Arzobispo Primado). En las reuniones sobresalía entre todos por su gran estatura y por su presencia muy venerable que infundía respeto y admiración.

San Agustín escribía frecuentemente desde Inglaterra al Papa San Gregorio a Roma pidiéndole consejos en muchos casos importantes, y el Sumo Pontífice le escribía ciertas advertencias muy prácticas como estas: "Dios le ha concedido el don de hacer milagros, y le ha dejado el inmenso honor de convertir a muchísimos paganos al cristianismo, y de que las gentes lo quieran y lo estimen mucho. Pero cuidado, mi amigo, que esto no le vaya a producir orgullo. Alégrese de haber recibido estos regalos del buen Dios, pero tenga temor de no aprovecharlos debidamente. Consuélese al ver que con los milagros y la predicación logra que tantos paganos se vuelvan cristianos católicos, pero no vaya a creerse mejor que los demás, porque entonces le estaría robando a Dios el honor y la gloria que sólo El se merece. Hay muchos que son muy santos y no hacen milagros ni hablan hermosamente. Así que no hay que llenarse de orgullo por haber recibido estas cualidades, sino alegrarse mucho al ver que Dios es más amado y más glorificado por las gentes". Mucho le sirvieron a Agustín estos consejos para mantenerse humilde.

Después de haber trabajado por varios años con todas las fuerzas de su alma por convertir al cristianismo el mayor número posible de ingleses, y por organizar de la mejor manera que pudo, la Iglesia Católica en Inglaterra, San Agustín de Canterbury murió santamente el 26 de mayo del año 605. Y un día como hoy fue su entierro y funeral. Desde entonces ha gozado de gran fama de santidad en esa nación y en muchas partes más.

San Agustín: apóstol de Inglaterra: te rogamos por la Iglesia Católica en esa nación y en todas las naciones del mundo. Pídele a Dios que nos envíe muchos evangelizadores que sean como tú. Amén.

(fuente: www.ewtn.com)

domingo, 26 de mayo de 2013

26 de mayo: San Felipe Neri

1515-1595 Apóstol de Roma 26 de Mayo
Patrón de educadores y humoristas.
Fundador del oratorio en Roma

El hombre busca la felicidad, pero nada de este mundo puede dársela. La felicidad es el fruto sobrenatural de la presencia de Dios en el alma. Es la felicidad de los santos. Ellos la viven en las mas adversas circunstancias y nada ni nadie se las puede quitar. San Felipe Neri ilustra admirablemente la felicidad de la santidad. Dispuesto a todo por Cristo, logró maravillas en su vida y la gloria del cielo.

Nació en Florencia, Italia, en 1515, uno de cuatro hijos del notario Francesco y Lucretia Neri. Muy pronto perdieron a su madre pero la segunda esposa de su padre fue para ellos una verdadera madre.

Desde pequeño Felipe era afable, obediente y amante de la oración. En su juventud le gustaba visitar a los padre dominicos del Monasterio de San Marco y según su propio testimonio estos padres le inspiraron a la virtud.

A los 17 años lo enviaron a San Germano, cerca de Monte Casino, como aprendiz de Romolo, un mercante primo de su padre. Su estancia ahí no fue muy prolongarla, ya que al poco tiempo tuvo Felipe la experiencia mística que él llamaría, más tarde, su "conversión" y, desde ese momento, dejaron de interesarle los negocios. Partió a Roma, sin dinero y sin ningún proyecto, confiado únicamente en la Providencia. En la Ciudad Eterna se hospedó en la casa de un aduanero florentino llamado Galeotto Caccia. quien le cedió una buhardilla y le dio lo necesario para comer a cambio de que educase a sus hijos, los cuales -según el testimonio de su propia madre y de una tía -se portaban como ángeles bajo la dirección del santo.. Felipe no necesitaba gran cosa, ya que sólo se alimentaba una vez al día y su dieta se reducía a pan, aceitunas y agua. En su habitación no había más que la cama, una silla, unos cuantos libros y una cuerda para colgar la ropa.

Fuera del tiempo que consagraba a la enseñanza, Felipe vivió como un anacoreta, los dos primeros años que pasó en Roma, entregado día y noche a la oración. Fue ese un período de preparación interior, en el que se fortaleció su vida espiritual y se confirmó en su deseo de servir a Dios. Al cabo de esos dos años, Felipe hizo sus estudios de filosofía y teología en la Sapienza y en Sant'Agostino. Era muy devoto al estudio, sin embargo le costaba concentrarse en ellos porque su mente se absorbía en el amor de Dios, especialmente al contemplar el crucifijo. El comprendía que Jesús, fuente de toda la sabiduría de la filosofía y teología le llenaba el alma en el silencio de la oración. A los tres años de estudio, cuando el tesón y el éxito con que había trabajado abrían ante él una brillante carrera, Felipe abandonó súbitamente los estudios. Movido probablemente por una inspiración divina, vendió la mayor parte de sus libro y se consagró al apostolado.

La vida religiosa del pueblo de Roma dejaba mucho que desear, graves abusos abundaban en la Iglesia; todo el mundo lo reconocía pero muy poco se hacía para remediarlo. En el Colegio cardenalicio gobernaban los Medici, de suerte que muchos cardenales se comportaban más bien como príncipes seculares que como eclesiásticos. El renacimiento de los estudios clásicos había sustituido los ideales cristianos por los paganos, con el consiguiente debilitamiento de la fe y el descenso del nivel moral. El clero había caído en la indiferencia, cuando no en la corrupción; la mayoría de los sacerdotes no celebraba la misa sino rara vez, dejaba arruinarse las iglesias y se desentendía del cuidado espiritual de los fieles. El pueblo, por ende, se había alejado de Dios. La obra de San Felipe habría de consistir en reevangelizar la ciudad de Roma y lo hizo con tal éxito, que un día se le llamaría "el Apóstol de Roma".

Los comienzos fueron modestos. Felipe iba a la calle o al mercado y empezaba a conversar con las gentes, particularmente con los empleados de los bancos y las tiendas del barrio de Sant'Angelo. Corno era muy simpático y tenía un buen sentido del humor, no le costaba trabajo entablar conversación, en el curso de la cual dejaba caer alguna palabra oportuna acerca del amor de Dios o del estado espiritual de sus interlocutores. Así fue logrando, poco a poco, que numerosas personas cambiasen de vida. El santo acostumbraba saludar a sus amigos con estas palabras: "Y bien, hermanos, ¿cuándo vamos a empezar a ser mejores?" Si éstos le preguntaban qué debían hacer para mejorar, el santo los llevaba consigo a cuidar a los enfermos de los hospitales y a visitar las siete iglesias, que era una de su devociones favoritas.

Felipe consagraba el día entero al apostolado; pero al atardecer, se retiraba a la soledad para entrar en profunda oración y, con frecuencia, pasaba la noche en el pórtico de alguna iglesia, o en las catacumbas de San Sebastián, junto a la Vía Appia. Se hallaba ahí, precisamente, la víspera se Pentecostés de 1544, pidiendo los dones del Espíritu Santo, cuando vio venir del cielo un globo de fuego que penetró en su boca y se dilató en su pecho. El santo se sintió poseído por un amor de Dios tan enorme, que parecía ahogarle; cayó al suelo, corno derribado y exclamó con acento de dolor: ¡Basta, Señor, basta! ¡No puedo soportarlo más!" Cuando recuperó plenamente la conciencia, descubrió que su pecho estaba hinchado, teniendo un bulto del tamaño de un puño; pero jamás-le causó dolor alguno. A partir de entonces, San Felipe experimentaba tales accesos de amor de Dios, que todo su cuerpo se estremecía. A menudo tenía que descubrirse el pecho para aliviar un poco el ardor que lo consumía; y rogaba a Dios que mitigase sus consuelos para no morir de gozo. Tan fuertes era las palpitaciones de su corazón que otros podían oirlas y sentir sus palpitaciones, especialmente años mas tarde, cuando como sacerdote, celebraba La Santa Misa, confesaba o predicaba. Había también un resplandor celestial que desde su corazón emanaba calor. Tras su muerte, la autopsia del cadáver del santo reveló que tenía dos costillas rotas y que éstas se habían arqueado para dejar más sitio al corazón.

San Felipe, habiendo recibido tanto, se entregaba plenamente a las obras corporales de misericordia. En 1548, con la ayuda del P. Persiano Rossa, su confesor, que vivía en San Girolamo della Carita y unos 15 laicos, San Felipe fundó la Cofradía de la Santísima Trinidad, conocida como la cofradía de los pobres, que se reunía para los ejercicios espirituales en la iglesia de San Salvatore in Campo. Dicha cofradía, que se encargaba de socorrer a los peregrinos necesitados, ayudó a San Felipe a difundir la devoción de las cuarenta horas (adoración Eucarística), durante las cuales solía dar breves reflexiones llenas de amor que conmovían a todos. Dios bendijo el trabajo de la cofradía y que pronto fundó el célebre hospital de Santa Trinita dei Pellegrini; en el año jubilar de 1575, los miembros de la cofradía atendieron ahí a 145,000 peregrinos y se encargaron, más tarde, de cuidar a los pobres durante la convalescencia. Así pues, a los treinta y cuatro años de edad, San Felipe había hecho ya grandes cosas.


Sacerdote

Su confesor estaba persuadido de que Felipe haría cosas todavía mayores si recibía la ordenación sacerdotal. Aunque el santo se resistía a ello, por humildad, acabó por seguir el consejo de su confesor. El 23 de mayo de 1551 recibió las órdenes sagradas. Tenía 36 años. Fue a vivir con el P. Rossa y otros sacerdotes a San Girolamo della Carita. A partir de ese momento, ejerció el apostolado sobre todo en el confesonario, en el que se sentaba desde la madrugada hasta mediodía, algunas veces hasta las horas de la tarde, para atender a una multitud de penitentes de toda edad y condición social. El santo tenía el poder de leer el pensamiento de sus penitentes y logró numerosas conversiones. Con paciencia analizaba cada pecado y con gran sabiduría prescribía el remedio. Con gentileza y gran compasión guiaba a los penitentes en el camino de la santidad. Enseñó a sus penitentes el valor de la mortificación y las prácticas ayudasen a crecer en humildad. Algunos recibían de penitencia mendigar por alimentos u otras prácticas de humillación. Uno de los beneficios de la guerra contra el ego es que abre la puerta a la oración. Decía: "Un hombre sin oración es un animal sin razón". Enseñaba la importancia de llenar la mente con pensamientos santos y pensaba que para lograrlo se debía hacer lectura espiritual, especialmente de los santos.

Celebraba con gran devoción la misa diaria cosa que muchos sacerdotes habían abandonado. Con frecuencia experimentaba el éxtasis durante la misa y se le observó levitando en algunas ocasiones. Para no llamar la atención trataba de celebrar la última misa del día, en la que había menos personas.


Conversaciones espirituales

Consideraba que era muy importante la formación. Para ayudar en el crecimiento espiritual, organizaba conversaciones espirituales en las que se oraba y se leían las vidas de los santos y misioneros. Terminaban con una visita al Santísimo Sacramento en alguna iglesia o con la asistencia a las vísperas. Eran tantos los que asistían a las conversaciones espirituales que en la iglesia de San Girolamo se construyó una gran sala para las conferencias de San Felipe y varios sacerdotes empezaron a ayudarle en la obra. El pueblo los llamaba "los Oratorianos", porque tocaban la campana para llamar a los fieles a rezar en su oratorio. Las reuniones fueron tomando estructura con oración mental, lectura del Evangelio, comentario, lectura de los santos, historia de la Iglesia y música. Músicos, incluso Giovanni Palestrina, asistieron y escribieron música para las reuniones. Los resultados fueron extraordinarios. Muchos miembros prominentes de la curia asistieron a lo que se llamaba "el oratorio".

El ejemplo de la vida y muerte heroicas de San Francisco Javier movió a San Felipe a ofrecerse como voluntario para las misiones; quiso irse a la India y unos veinte compañeros del oratorio compartían la idea. En 1557 consultó con el Padre Agustín Ghettini, un santo monje cisterciense. Después de varios días de oración, el patrón especial del Padre Ghettini, San Juan Evangelista, se le apareció y le informó que la India de Felipe sería Roma. El santo se atuvo a su consejo poniendo en Roma toda su atención.

Una de sus preocupaciones eran los carnavales en que, con el pretexto de "prepararse" para la cuaresma, se daban al libertinage. San Felipe propuso la santa diversión de visitar siete iglesias de la ciudad, una peregrinación de unas doce millas, orando, cantando y con un almuerzo al aire libre.

San Felipe tuvo muchos éxitos pero también gran oposición. Uno de estos fue el cardenal Rosaro, vicario del Papa Pablo IV. El santo fue llamado ante el cardenal acusado de formar una secta. Se le prohibió confesar y tener mas reuniones o peregrinaciones. Su pronta y completa obediencia edificó a sus simpatizantes. El santo comprendía que era Dios quien le probaba y que la solución era la oración.

El cardenal Rosario murió repentinamente. El santo no guardó ningún resentimiento hacia el cardenal ni permitía la menor crítica contra este.


La Congregación del Oratorio (Los oratorianos)

En 1564 el Papa Pío IV pidió a San Felipe que asumiera la responsabilidad por la Iglesia de San Giovanni de los Florentinos. Fueron entonces ordenados tres de sus propios discípulos quienes también fueron a San Juan. Vivían y oraban en comunidad, bajo la dirección de San Felipe. El santo redactó una regla muy sencilla para sus jóvenes discípulos, entre los cuales se contaba el futuro historiador Baronio.

Con la bendición del Papa Gregorio XII, San Felipe y sus colaboradores adquirieron, en 1575, su propia Iglesia, Santa María de Vallicella. El Papa aprobó formalmente la Congregación del Oratorio. Era única en que los sacerdotes son seculares que viven en comunidad pero sin votos. Los miembros retenían sus propiedades pero debían contribuir en los gastos de la comunidad. Los que deseaban tomar votos estaban libres para dejar la Congregación para unirse a una orden religiosa. El instituto tenía como fin la oración, la predicación y la administración de los sacramentos. Es de notar que, aunque la congregación florecía a la sombra del Vaticano, no recibió el reconocimiento final de sus constituciones hasta 17 años después de la muerte de su fundador, en 1612.

La Iglesia de Santa María in Vallicella estaba en ruinas y resultaba demasiado pequeña. San Felipe fue además avisado en una visión que la Iglesia estaba a punto del derrumbe, siendo sostenida por la Virgen. El santo decidió demolerla y construir una más grande. Resultó que los obreros encontraron la viga principal estaba desconectada de todo apoyo. Bajo la dirección de San Felipe la excavación comenzó en el lugar donde una antigua fundación yacía escondida. Estas ruinas proveyeron la necesaria fundación para una porción de la nueva Iglesia y suficiente piedra para el resto de la base. En menos de dos años los padres se mudaron a la "Chiesa Nuova". El Papa, San Carlos Borromeo y otros distinguidos personajes de Roma contribuyeron a la obra con generosas limosnas. San Felipe tenía por amigos a varios cardenales y príncipes. Lo estimaban por su gran sentido del humor y su humildad, virtud que buscaba inculcar en sus discípulos.


Aparición de la Virgen y curación

Fue siempre de salud delicada. En cierta ocasión, la Santísima Virgen se le apareció y le curó de una enfermedad de la vesícula. El suceso aconteció así: el santo había casi perdido el conocimiento, cuando súbitamente se incorporó, abrió los brazos v exclamó: "¡Mi hermosa Señora! "Mi santa Señora!" El médico que le asistía le tomó por el brazo, pero San Felipe le dijo: "Dejadme abrazar a mi Madre que ha venido a visitarme". Después, cayó en la cuenta de que había varios testigos y escondió el rostro entre las sábanas, como un niño, pues no le gustaba que le tomasen por santo.


Dones extraordinarios

San Felipe tenía el don de curación, devolviéndole la salud a muchos enfermos. También, en diversas ocasiones, predijo el porvenir. Vivía en estrecho contacto con lo sobrenatural y experimentaba frecuentes éxtasis. Quienes lo vieron en éxtasis dieron testimonio de que su rostro brillaba con una luz celestial.


Ultimos años

Durante sus últimos años fueron muchos los cardenales que lo tenían como consejero. Sufrió varias enfermedades y dos años antes de morir logró renunciar a su cargo de superior, siendo sustituido por Baronio.

Obtuvo permiso de celebrar diariamente la misa en el pequeño oratorio que estaba junto a su cuarto. Como frecuentemente era arrebatado en éxtasis durante la misa, los asistentes acabaron por tomar la costumbre de retirarse al "Agnus Dei". El acólito hacía lo mismo. Después de apagar los cirios, encender una lamparilla y colgar de la puerta un letrero para anunciar que San Felipe estaba celebrando todavía; dos horas después volvía el acólito, encendía de nuevo los cirios y la misa continuaba.

El día de Corpus Christi, 25 de mayo de 1595, el santo estaba desbordante de alegría, de suerte que su médico le dijo que nunca le había visto tan bien durante los últimos diez años. Pero San Felipe sabía perfectamente que había llegado su última hora. Confesó durante todo el día y recibió, como de costumbre, a los visitantes. Pero antes de retirarse, dijo: "A fin de cuentas, hay que morir". Hacia medianoche sufrió un ataque tan agudo, que se convocó a la comunidad. Baronio, después de leer las oraciones de los agonizantes, le pidió que se despidiese de sus hijos y los bendijese. El santo, que ya no podía hablar, levantó la mano para dar la bendición y murió un instante después. Tenía entonces ochenta años y dejaba tras de sí una obra imperecedera.

 San Felipe fue canonizado en 1622

El cuerpo incorrupto de San Felipe esta en la iglesia de Santa María en Vallicella, bajo un hermoso mosaico de su visión de la Virgen María de 1594.


DICHOS DE SAN FELIPE

"Quien quiera algo que no sea Cristo, no sabe lo que quiere; quien pida algo que no sea Cristo, no sabe lo que pide; quien no trabaje por Cristo, no sabe lo que hace" -San Felipe Neri

"Como es posible que alguien que cree en Dios pueda amar algo fuera de Él". -San Felipe Neri

"¿Oh Señor que eres tan adorable y me has mandado a amarte, por qué me diste tan solo un corazón y este tan pequeño?" -San Felipe Neri

Bibliografía 
Butler, Vida de los Santos, Vol II PP. 
Louis Poncelle y Louis Bourdet, St. Philip Neri and teh Roman Society of his times.
(fuente: www.corazones.org)

sábado, 25 de mayo de 2013

25 de mayo: Santa Magdalena de Pazzi

SANTA MARíA MAGDALENA DE PAZZI
Virgen (1566-1607)

Religiosa carmelita

"Oh amor, amor, amor! ¡Basta, basta! Es demasiado. Eres un loco, estás loco de amor. Eres la pena y el consuelo, la fatiga y el descanso, la muerte y la vida. Eres todo amable y deseable, nutritivo y unitivo, deleitante y confortante. ¡Oh amor, amor, tú me haces morir de amor!"

Así decía sor María Magdalena, corriendo, corriendo por las galerías del convento con su Cristo en la mano, las tocas en desorden y los ojos delirantes. Reía y sollozaba a la vez, daba saltos jubilosos, volvía la mirada del Cielo al crucifijo y del crucifijo al Cielo, y a las hermanas que salían a su encuentro les decía: « ¿Sabéis? Está loco; le ha vuelto loco el amor; es todo amor, sólo amor, este mi hermoso, mi amable, mi gracioso, mi poderoso, mi inefable, mi adorable Jesús. Y luego, dirigiéndose hacia los ventanales del claustro, gritaba: «¡Oh amor, amor! Quiero que me oiga todo el mundo, desde el Oriente hasta el Occidente, hasta los confines del mar, hasta el infierno. Que todo el mundo sepa que Tú eres el único, el verdadero amor. ¡Oh amor, penétralo todo, atraviésalo todo, rómpelo todo, únelo todo, gobiérnalo todo. Tú eres Cielo y tierra, aire y fuego, sangre y agua, Dios y hombre!»

Las hermanas acudían, unas llorando y otras riendo; unas llevadas por la curiosidad, otras por la caridad o la devoción. « ¡Es una santa!», decían muchas, y algunas pensaban : «¡ Es una loca! » Al fin, María Magdalena se sentaba en el suelo sudorosa y jadeante, oprimiendo el crucifijo contra su corazón y limpiando la sangre de su rostro con la punta del velo. «¿Veis?—decía—. Mi amado es blanco y rojo. Mirad su sangre, la sangre que tiñe su cuerpo de azucena.» Las monjas miraban, y no veían más que la bella imagen de marfil, tallada con aquel gusto del detalle que tenían los artistas del Renacimiento italiano. Veían también a su compañera fatigada, cubierta de sudor, agitada por aquellos ímpetus amorosos. Todo su cuerpo parecía una llama, sus manos ardían, la fiebre iluminaba sus ojos, un fuego interior la consumía, y ella se veía obligada a exclamar: «Ya no puedo con este ardor sofocante; denme agua, Hermanas, que me ahogo.» Y le rociaban el rostro, el pecho y los brazos, y la desabrochaban la túnica, y así lograban hacerla respirar.

Esto pasaba en el convento de monjas carmelitas de San Juan, de Florencia. Desde que María Magdalena había entrado en él, la comunidad andaba revuelta. Todo parecía extraordinario en aquella joven. Ya de niña odiaba los juegos, las aguas perfumadas, los jabones de olor, las cintas y las peinetas. Cuando salió del colegio, su madre quiso darle una sorpresa presentándole un vestido blanco que sería la admiración de toda la sociedad florentina; pero nada más verle la niña, se echó a llorar. Su palacio—los Pazzi tenían un magnífico palacio en la mejor vía de la ciudad— era para ella como una ermita. A los cinco años conocía por olfato cuándo comulgaba su madre; a los siete hacía la meditación siguiendo escrupulosamente el mecanismo del método ignaciano; a los diez pronunciaba el voto de virginidad, y a los quince vestía el hábito carmelitano. Antes de que sus ojos pudiesen abrirse a las alegrías terrenales, Dios la había introducido en la nube misteriosa donde se comunica con sus predestinados.

Los éxtasis comenzaron en el noviciado y continuaron toda la vida. Nada puede igualarse al dramatismo de aquella existencia prodigiosa, poblada de ángeles y santos, ensombrecida por rugidos de fieras y terrores de demonios, iluminada por divinos resplandores, agitada por tentaciones horrendas y desgarrada por penitencias inauditas. Entre los velos del éxtasis, el Amado habla a la amada, la dirige, le traza el plan de su vida y la sujeta a las terribles exigencias del divino amor. Un día le dice: «Vas a vivir a pan y agua.» Y María Magdalena se somete gozosamente a aquel régimen draconiano. Otro día la voz le pide que ande descalza, y ella obedece sin titubear. En una ocasión. Jesús le enseña una caverna espantosa. De ella salen rugidos de leones, silbidos de serpientes, aullidos de perros, gañidos de zorros, olor de azufre, humo, llamas y lamentos. «Es preciso—ordena la visión—que entres en esa madriguera de bestias salvajes y que vivas en ella durante cinco años, sin una luz, sin un consuelo, sin el menor gusto sensible.» La pobre monja temblaba, pero la mirada del Esposo se le presentó seria y triste, y nuevamente doblegó su voluntad.

Santa María Magdalena con JesúsEntonces empieza el tormento de las tentaciones. Todo el cristianismo se le presenta como una farsa. Del fondo de su ser surgían voces que decían porfiadamente: Dios no existe, los santos no se acuerdan de ti, eres una necia si buscas a tu Jesús en la Eucaristía. Blasfemias horribles se le venían a la punta de la lengua cuando cantaba en el coro; la vista de las imágenes sagradas la ponía nerviosa; y más de una vez, acercándose al ventanillo para comulgar, cayó como muerta, convencida de que tenía delante al demonio. Al mismo tiempo, el fuego de la concupiscencia devoraba su cuerpo; se le ofrecían las imágenes más seductoras, y una fuerza impetuosa la empujaba inconscientemente fuera del convento. Pero allí, junto a la portería, estaba la leñera, y un día la pobre monja apareció desnuda entre las zarzas, los leños y las astillas, sofocando el incendio interior con las desgarraduras de la carne. No menos violenta y más humillante aún era la tentación de la gula. A su paso se abrían las arcas y los armarios, y los manjares más exquisitos se presentaban ante su vista. Parecía como envuelta en una oscuridad infernal, y un torbellino de desesperación la atormentaba sin cesar. Pensaba con frecuencia en el suicidio, temblaba cada vez que veía una soga, y una noche, estando con las demás en el coro, saltó de su asiento, en el paroxismo de la lucha, corrió al refectorio y echó mano del cuchillo; pero logró dominarse, y poco después aparecía en la iglesia, colocaba el cuchillo en manos de la Virgen y terminaba pisoteándole rabiosamente. A veces tenía luchas visibles con el enemigo. Veíale en forma de bestias horribles, que se acercaban a ella con gestos amenazadores. « ¡Auxilio!—decía, llamando a sus Hermanas—; venid en mi ayuda, que me devora.» Las Hermanas nada veían, pero oían sus sollozos angustiosos y sus lamentos cuando rodaba por tierra una y otra vez. Luego se levantaba animosamente, tomaba la disciplina y caminaba a través de la iglesia, golpeando los bancos y las paredes.

El premio de tan largos combates fueron cinco gracias extraordinarias: los estigmas espirituales, la corona de espinas, los desposorios místicos, la entrega del Corazón de Jesús y la participación de la pureza divina. Siguieron las visiones, las apariciones y los arrobamientos. Un coro de bienaventurados bajó a felicitarla por su victoria definitiva. Ella les miraba y remiraba, se volvía de un lado a otro y les decía: «Perdonadme, santos de Dios; toda la eternidad es poca para admirar vuestra belleza; pero mientras dirijo la mirada a los que están a mi derecha, no puedo ver a los que se han colocado a mi izquierda.» Luego les invitó a dar un paseo por el monasterio para visitar el campo de sus luchas. Iba ella radiante de alegría, cantando y danzando. «Clamad y aullad—gritaba, insultando a los demonios—; ya no os tengo miedo; me río de vosotros, os desprecio y para mi alma no valéis más que frágiles mariposas.» Había llegado la hora de los coloquios amorosos con el Amado. A sus ojos, Jesús es, hoy, un niño recién nacido, que le tendía las manitas sonrosadas y temblorosas; otra vez, un pequeñuelo, que le pedía su ayuda para dar los primeros pasos; otras, un adolescente lleno de gracia, o un mancebo rebosante de belleza y de bondad.

Los éxtasis eran continuos; duraban largas horas, y a veces días enteros. La sorprendían orando, lavando, comiendo o levantando el brazo para acercar el vaso a la boca. Le bastaba oler una flor, ver una estrella, oír el nombre de Jesús o pronunciar la palabra amor. Unas veces perdía completamente el sentido, quedaba inmóvil como una estatua de piedra, y no había fuerza capaz de mover sus brazos; otras parecía desdoblarse de una manera misteriosa: muchas veces le vinieron los éxtasis mientras pintaba—era muy aficionada a pintar imágenes devotas—, o pulverizaba el oro, o bordaba, o cosía. No obstante, seguía trabajando con la mirada fija en el Cielo. Entonces sus compañeras le vendaban los ojos o bien cerraban las ventanas de la habitación, paro sus dedos se movían certeros trazando bellos rasgos sobre el pergamino o exquisitos pespuntes en las casullas. Con frecuencia, en aquellos vuelos de su alma hacia las puras regiones en que la aguardaba el Esposo, hablaba largamente, con extraordinaria rapidéz, como dialogando con alguien. Todos los motivos de la conversación se reflejaban en su rostro: alegre o pálido, radiante o compasivo, encendido o desencajado. Tan pronto se echaba a llorar lívida y temblorosa, como empezaba a correr alborozada por todo el convento con tal ligereza que nadie era capaz de alcanzarla. Seis religiosas estaban siempre dispuestas para recoger las palabras que caían de sus labios en aquellas horas misticas, y gracias a eso conservamos sus discursos, ricos de doctrina, penetrados de suspiros amorosos, matizados de imágenes deslumbrantes, iluminados por reverberos de aquel mundo en que flotaba el espíritu de la vidente.

Las tres Magdalenas (Andrea Sacchi, 1634)Entre tanto, María Magdalena, la favorecida de Dios, era la monja más humilde del convento. «Creedme, Hermanas mías—solía decir a las demás—; si la gracia divina no me hubiese traído al claustro, habría terminado en un presidio.» Y besaba arrebatadamente aquellos muros de su reclusión, y se postraba a la entrada de la iglesia para que todas pasasen sobre su cerviz, y caminaba de rodillas en el refectorio pidiendo de limosna a las demás un mendrugo de pan, y aparecía por las mañanas atada a la reja del altar, con los ojos vendados y colgando del cuello un cordel infamante. Una divina locura se había apoderado de ella: el dolor era su placer, la enfermedad trituraba sus huesos, la fuerza del amor hacíala languidecer, la penitencia mortificaba su carne, y ella repetía sonriendo: «Señor, padecer y no morir.» A los cuarenta años la vidente saludaba ya con alborozo el alba de la eternidad. Destellos de lumbre increada relampagueaban en sus ojos, aquellos ojos que, los que la vieron en sus raptos, confundían con dos luceros. Ellos daban la expresión a todo el rostro. No era propiamente una belleza. Tenía una espléndida cabellera de ébano, una frente elevada, una boca grande, una nariz firme, una mandíbula pronunciada y en los labios una mueca, que no se sabe si terminará en risa o en llanto: rasgos enérgicos y varoniles, iluminados por dos ojos grandes y magníficos, ávidos de profundidades y lejanías.

(fuente: www.divvol.org)

viernes, 24 de mayo de 2013

24 de mayo: Beato Luis Zeferino Moreau

«El buen obispo Moreau, amigo de los pobres»

Madrid, 24 de mayo de 2013 (Zenit.org) Nació en Bécancour, Quebec, Canadá, el 1 de abril de 1824. Sus padres eran humildes agricultores. Fue el quinto de trece hermanos; dos de ellos no sobrevivieron. Creció siendo un niño «inteligente, piadoso, modesto, apacible y pensativo». Pero al venir al mundo prematuramente desde el principio le acompañó su mala salud. Esta deficiencia hizo que sus progenitores buscaran para él un futuro menos fatigoso que el derivado del trabajo en el campo. El párroco Charles Dion les aconsejó que lo destinaran al estudio. Y, después de aprender las nociones básicas, en 1839 ingresó en el seminario de Nicolet. En una de sus visitas pastorales el arzobispo de Quebec, Joseph Signay, confirmó sus cualidades para ser ordenado. Pero casi a finales de 1845, año y medio más tarde de producirse este encuentro, la debilidad y estrés originado por unas clases que impartía mermaron sus escasas fuerzas y volvió a Bécancour para llevar una vida acorde con su situación, al amparo de la parroquia donde se propuso continuar los estudios eclesiásticos. En 1846 no estaba completamente recuperado, y ello indujo a Mons. Signay a recomendarle que permaneciese con su familia y se olvidara del sacerdocio. Recibió esta noticia consternado. Su vocación era sólida, y sin arredrarse, fortalecido por la fe y en un estado de paz, elevó sus oraciones a Dios y actuó con firmeza. El párroco y formadores del seminario que lo conocían bien no lo abandonaron. Con cartas de recomendación viajaron a Montreal. Luis no tardó mucho en recibir la ayuda del obispo de la ciudad, Mons. Ignace Bourget, quien debiendo viajar a Roma se lo confió a Jean Charles Prince, su secretario y director de la escuela, que poco después sería designado primer obispo de Saint-Hyacinthe. Cuando Mons. Bourget regresó, anexionó a Luis al obispado. Prince y él pudieron constatar de primera mano las virtudes que adornaban al beato. Ambos fueron sus benefactores.

Fue ordenado el 19 de diciembre de 1846. Durante seis años estuvo al frente de distintas misiones que le dispusieron para poder asistir convenientemente a Prince en 1852 cuando se hizo cargo de la diócesis de Saint-Hyacinthe en calidad de obispo. Fue secretario y canciller suyo. Tuvo en él a un gran maestro. Como discípulo aventajado, Luis aprendió de su sagacidad pastoral y se nutrió de sus enseñanzas, como después le ocurrió con los tres sucesores de este prelado. Fue párroco de la catedral, procurador del obispado, vicario general, secretario del consejo diocesano, encargado de las finanzas y capellán de varias congregaciones de religiosas, entre otras responsabilidades que desempeñó. Cuatro veces administró la diócesis en ausencia del prelado titular o durante las épocas en las que la sede estuvo vacante. Todo lo asumió con eficacia, haciéndose acreedor de la confianza que depositaron en él. Era ordenado, un trabajador nato, querido y admirado por todos: laicos, religiosos, sacerdotes y fieles en general. Al fallecer el tercer obispo de Saint-Hyacinthe, Charles Larocque, Pío IX le otorgó esta misma dignidad en noviembre de 1875. En manera alguna quería asumir Luis tan alta misión que le colocaba al frente de la diócesis, pero el papa le rogó que aceptase con generosidad lo que denominó«yugo del Señor». Tomó posesión el 16 de enero de 1876. Tenía entonces 51 años, y rigió la joven diócesis durante más de un cuarto de siglo bajo el lema: Omnia possum in eo qui me confortat «Todo lo puedo en Aquél que me conforta» (Flp 4,13).

Era un hombre de oración, de vida sencilla y austera que tenía especial debilidad por los pobres. En el transcurso de su misión episcopal se constató su gran fidelidad a la Iglesia y al papa. En momentos delicados en los que se implicó antepuso su amor por ellos a sus criterios y a los lazos de amistad que le unían a otras personas. Intensa fue su labor pastoral. Reabrió la residencia episcopal, impulsó la construcción de la catedral con los recursos acumulados por su predecesor, abrió las puertas a muchas comunidades religiosas proporcionando a la diócesis la riqueza que conllevan diversos carismas, ayudó social y económicamente a la Unión de San José, un proyecto puesto en marcha por él para sostener a los que quedaron sin trabajo tras el voraz incendio que asoló Saint-Hyacinthe, y prestó su asistencia a los círculos agrícolas. Asimismo fundó, con la colaboración de la venerable Elisabeth Bergeron, las Hermanas de San José con objeto de atender las escuelas rurales de chicos y chicas. Pasó por esta vida prodigando el bien, abandonado en manos de la divina providencia. Fue audaz, prudente, solícito y servicial, firme y comprensivo, un apóstol incansable. Estaba disponible para todos. Denunció los desórdenes de la época sin dudarlo.

Su cercanía a los sacerdotes y feligreses era fruto de su oración. Reconocido por sus virtudes le asignaron el entrañable apelativo de «el buen monseñor Moreau».Era signo del afecto y gratitud que le profesaban. Este calificativo derivó después en «el obispo santo». El pueblo heredó su devoción por el Sagrado Corazón de Jesús, por María y José, que difundió en todo momento. Incontables personas le buscaron para recibir su consejo. De ello da constancia el valiosísimo e ingente testimonio espiritual plasmado en más de 15.000 cartas. «No haremos bien las grandes cosas si no estamos determinados por una unión íntima con Nuestro Señor», escribió. Hizo vida esta convicción venciendo la fragilidad que le acompañó toda su existencia.

Murió en Saint-Hyacinthe el 24 de mayo de 1901. Juan Pablo II lo beatificó el 10 de mayo de 1987.

(24 de mayo de 2013) © Innovative Media Inc

jueves, 23 de mayo de 2013

23 de mayo: San Juan Bautista de Rossi

En medio de una Europa conmocionada políticamente y en una época de marcado orgullo espiritual y de grandes desviaciones de la auténtica vida cristiana, nace el 22 de febrero de 1698 Juan Bautista de Rossi, en la pequeña ciudad de Voltaggio perteneciente al Arzobispado de Génova. Sus padres, Carlos de Rossi y Francisca Anfossi, aunque de escasos recursos económicos, eran muy apreciados por sus conciudadanos por ser personas de gran devoción. De ellos recibió el pequeño Juan las primeras enseñanzas acerca de los misterios de Dios y del amor al prójimo, y desde su más temprana edad se mostró inclinado por los actos de piedad y bondad, sobrepasando en ellas a sus otros tres hermanos. Cuando tenía diez años, una pareja de nobles que se encontraba en la ciudad pasando el verano, impulsada por los dones del muchacho, pidió permiso a los padres para llevarlo a Génova para su educación. Al poco tiempo de comenzar su nueva vida, Juan recibió la noticia de la muerte de su padre, sin embargo, no regresó a su ciudad natal y permaneció en Génova por tres años.

Durante ese tiempo, la casa donde vivía era visitada por dos monjes capuchinos, quienes se encargaron de llevarle al Padre Provincial tan excelentes referencias del muchacho, que el sacerdote no dudó en recomendarlo con Lorenzo de Rossi, pariente de Juan y canónigo de santa María de Cosmedine, en Roma, quien de inmediato lo invitó a continuar su educación en la Ciudad Eterna. Juan aceptó la invitación e ingresó al Collegium Romanorum, bajo la dirección de los jesuitas, donde comenzó su educación sacerdotal. En aquel tiempo era rector del colegio el padre Aníbal Miarchetti, devoto del sagrado Corazón, activo promotor de la catequesis entre los pobres, a quienes recogía y cuidaba en la iglesia de san Ignacio, y fundador, junto con el padre Pompeo de Benedictis, de la Congregación de los Doce Apóstoles, compuesta por jóvenes romanos que aprendían a hacer oración, a visitar casas de beneficencia y hospitales, y a practicar la caridad entre sus compañeros. San Juan se hace miembro de esta Congregación y de la Hermandad de la Santísima Virgen, y el tiempo que no dedica a sus estudios, en los que se destaca por su entrega y aplicación, lo utiliza en ejercicios piadosos, visitando a los enfermos y haciendo obras de caridad con tal entrega que le merecen el sobrenombre de “el Apóstol”. Sin embargo, tanto sus compañeros, como los religiosos encargados de su educación, ignoraban que el joven san Juan tenía la costumbre de practicar las más severas penitencias, hasta que cayó gravemente enfermo y tuvo que suspender sus estudios.

A los dieciséis años ingresó al colegio de los dominicanos donde, a pesar de sus ataques de epilepsia consecuencia de la grave enfermedad por la que había pasado, se dedicó a profundizar la filosofía escolástica y la teología, sin abandonar sus prácticas caritativas. Se sabe, por ejemplo, que además de ayudar a los enfermos y abandonados, le gustaba ir en las madrugadas a la plaza de mercado donde le enseñaba el catecismo a los campesinos, preparándolos para la confesión y la primera comunión. Antes de cumplir los diecisiete años alcanzó la condición clerical y durante aquellos días tuvo la oportunidad de conocer mucho a Clemente XI, en quien encontró una profunda inspiración. Fue precisamente el 8 de marzo del mismo año de la muerte del papa, 1721, que Juan, a los 23 años, fue ordenado sacerdote, alcanzando de esta manera la meta por la que tanto había luchado, y celebró su primera misa en la iglesia de san Ignacio, en el Collegium Romanorum, en el altar de san Luis Gonzaga, por quien sentía una especial devoción. Una de las primeras decisiones que tomó fue la de comprometerse por medio de un voto a no aceptar ningún beneficio eclesiástico, a menos que se le ordenara por obediencia, para poder dedicar por completo el resto de su vida al servicio de los pobres y necesitados. Los primeros pasos en su ministerio los da en el Hospicio de Pobres de Santa Galla y pasando gran parte del día, e incluso de la noche, entre los labradores y mulateros que trabajaban en la Campaña, predicándoles en el viejo Foro Romano (Campo Vaccino). Sin embargo, temeroso de contagiarles su enfermedad y sintiéndose incapaz de dar los consejos adecuados, se resistía a confesarlos y tenía por costumbre enviar a otro sacerdote a las personas que, iluminados por sus prédicas, decidían arrepentirse y confesar sus pecados.

En 1731, imitando los célebres hospicios romanos, funda uno cerca de santa Galla para mujeres desamparadas. Él mismo las recogía y las cuidaba durante un tiempo, hasta que lograba conseguirles algún trabajo digno. En 1735, a pesar de su voto, es nombrado canónigo titular de santa María de Cosmedine y, a la muerte de Lorenzo de Rossi dos años más tarde, el voto de obediencia lo fuerza a aceptar la canonjía. Sin embargo, utilizó el salario para comprar un órgano para la iglesia y pagar al organista; donó a su orden religiosa, los capuchinos, la casa asociada con su puesto y se mudó a un ático. El nuevo cargo no impidió que siguiera dedicado a sus prédicas, sus obras de caridad, su servicio a los más necesitados, y, sobre todo, a escucharlos en confesión, pues se sentía especialmente atraído por este sacramento; sin embargo, en 1738 cayó gravemente enfermo. Para acelerar su recuperación decidió pasar una temporada en Civita Castellana donde, a instancias del Obispo del lugar, aceptó ayudarle en las confesiones y, después de revisar su teología moral, recibió el extraordinario privilegio de confesar en todas las iglesias de Roma. Él mostró gran celo por el ejercicio de este nuevo privilegio y pasaba varias horas al día escuchando confesiones, principalmente de personas pobres e iletradas que él visitaba en los hospitales y en sus propias casas. Se cuenta que un día fue a ayudar a un sacerdote en una iglesia a la que acudían muy pocas personas, pero desde que san Juan empezó a confesar allí, el templo comenzó a recibir más y más gente, la mayoría llevados por quienes ya se habían confesado con el sacerdote.

El Sumo Pontífice le encomendó el oficio de ir a predicar y confesar en las cárceles y allí logró muchas conversiones, no sólo entre los presos, sino también entre los mismos vigilantes. En el Segundo Nocturno del Breviario Romano, se lee: “El esplendor de su amor de Dios se manifestaba en su fisonomía mientras oficiaba, y no podía hablar de la bondad del Creador, sin lágrimas (…) y durante la salmodia parecía caer en éxtasis. Fue cumplidor muy exacto en todas las sagradas ceremonias preocupado de la belleza de la casa de Dios, y contribuyó espontáneamente con sus medios personales a tal objeto. Inculcó en los demás su propio amor hacia la Madre de dios, y promovió el culto de la Virgen en su propia iglesia, en la que instituyó un sermón diario en su honor, además de su oficio. Trató de imbuirse del espíritu de Felipe de Neri, y si bien fue devoto de todos los moradores del cielo, alentó el culto hacia los príncipes de los apóstoles; fue constante en la oración y en las buenas obras, y rico en dones de gracia” (“Breviario Romano”, tr. Bute, vol. III, p. 573).

Sin embargo, el exceso de trabajo terminó por minar su ya de por sí débil estado de salud y después de varios ataques de parálisis, murió el 23 de mayo de 1764 en una habitación del hospital de la Santísima Trinidad del Pellegrini, en cuya iglesia reposan sus restos. Su pobreza era tal que el entierro tuvieron que costeárselo con limosnas; pero la profunda estimación que se le tenía quedó demostrada por la gran asistencia a sus funerales: 260 sacerdotes, un Arzobispo, varios religiosos y una inmensa multitud lo acompañaron en la misa de réquiem que fue cantada por el coro pontificio de la Basílica de Roma.

En tiempos de Pío IX se dio inicio al proceso de beatificación y después de confirmarse algunos milagros, excepcionalmente sorprendentes por las circunstancias en que se dieron, fue beatificado el 13 de mayo de 1860. En 1879 vuelve a hablarse de nuevos milagros y ese mismo año la Iglesia difunde el decreto que los aprueba, dando de esta manera el paso decisivo hacia su canonización del sacerdote romano. Con un nuevo decreto, de abril de 1881, siendo relator de la causa el Cardenal Miecislao Leodochowski y promotor de la fe el padre Salvati, se concede el permiso para proceder a ella. Por fin, el 8 de diciembre de ese mismo año, junto con los beatos José de Labre, Lorenzo de Brindis y Clara de Montefalco, Juan Bautista de Rossi fue canonizado por Su Santidad León XIII.

Su fiesta se celebra el 23 de mayo.

Dunney, José A., San Juan Bautista di Rossi y el Siglo Decimoctavo. Biblioteca Electrónica Cristiana -Bec- Ve Multimedios™. (2002) www.multimedios.org
Martín Hernández, Pedro, San Juan Bautista de Rossi. Mercabá – Semanario Cristiano De Formación e Información. (2003) www.mercaba.org
Brasseaux ,Ginnie, St. John Baptist Rossi.
Catholic Online (2002). www.catholic.org
Church Forum. San Juan Bautista de Rossi. Santoral. (2004) www.churchforum.org
Herbert, St. John B. de Rossi (New York, 1906),
Roman Breviary; Seeböck, Herrlichkeit der kath. Kirche (Innsbruck 1900), 1;
Bellesheim, Der hl. Joh. B, de Rossi (Mainz, 1882): Cormier (Rome, 1901); Theol. prakt. Quartal-Schrift, XXV, 752. Mershman, Francis, St. John Baptist de Rossi. The Catholic Encyclopedia, vol. VIII. (2003) www.newadvent.org

escrito por MAURICIO ACOSTA ROJAS 
(fuente: ec.aciprensa.com)

miércoles, 22 de mayo de 2013

22 de mayo: Santa Rita de Casia

La santa de lo imposible. Fue una hija obediente, esposa fiel, esposa maltratada, madre, viuda, religiosa, estigmatizada y santa incorrupta. Santa Rita lo experimentó todo pero llegó a la santidad porque en su corazón reinaba Jesucristo.

Nació en Mayo del año 1381, un año después de la muerte de Santa Catalina de Siena. La casa natal de Sta. Rita está cerca del pueblito de Cascia, entre las montañas, a unas 40 millas de Asís, en la Umbría, región del centro de Italia que quizás más santos ha dado a la Iglesia (S. Benito, Sta. Escolástica, S. Francisco, Sta. Clara, Sta. Angela, S. Gabriel, Sta. Clara de Montefalco, S. Valentín y muchísimos más).

Su vida comenzó en tiempo de guerras, terremotos, conquistas y rebeliones. Países invadían a países, ciudades atacaban a ciudades cercanas, vecinos se peleaban con los vecinos, hermano contra hermano. Los problemas del mundo parecían mas grandes que lo que la política y los gobiernos pudieran resolver.

Nacida de devotos padres, Antonio Mancini y Amata Ferri a los que se conocía como los "Pacificadores de Jesucristo", pues los llamaban para apaciguar peleas entre vecinos. Ellos no necesitaban discursos poderosos ni discusiones diplomáticas, solo necesitaban el Santo Nombre de Jesús, su perdón hacia los que lo crucificaron y la paz que trajo al corazón del hombre. Sabían que solo así se pueden apaciguar las almas.


La abejas

Parecía que desde el primer momento de su nacimiento Dios tenía designios especiales para Rita. Según una tradición, desde que era bebé, mientras dormía en una cesta, abejas blancas se agrupaban sobre su boca, depositando en ella la dulce miel sin hacerle daño y sin que la niña llorara para alertar a sus padres. Uno de los campesinos, viendo lo que ocurría trató de dispersar las abejas con su brazo herido. Su brazo se sano inmediatamente.

Después de 200 años de la muerte de Santa Rita, algo extraño ocurrió en el monasterio de Cascia. Las abejas blancas surgían de las paredes del monasterio durante Semana Santa de cada año y permanecían hasta la fiesta de Santa Rita, el 22 de Mayo, cuando retornaban a la inactividad hasta la Semana Santa del próximo año. El Papa Urbano VIII, sabiendo lo de las misteriosas abejas pidió que una de ellas le fuera llevada a Roma. Después de un cuidadoso examen, le ató un hilo de seda y la dejó libre. Esta se descubrió mas tarde en su nido en el monasterio de Cascia, a 138 kilómetros de distancia. Los huecos en la pared, donde las abejas tradicionalmente permanecen hasta el siguiente año, pueden ser vistos claramente por los peregrinos que llegan hoy al Monasterio.


Matrimonio

Sus padres, sin haber aprendido a leer o escribir, enseñaron a Rita desde niña todo acerca de Jesús, la Virgen María y los más conocidos santos. Rita, al igual que Santa Catalina de Siena nunca fue a la escuela a aprender a escribir o a leer. Santa Catalina le fue dada la gracia de leer milagrosamente por nuestro Señor Jesucristo, para santa Rita su único libro era el Crucifijo.

Ella quería ser religiosa toda su vida, pero sus padres, Antonio y Amata, avanzados ya en edad, escogieron para ella un esposo, Paolo Ferdinando, lo cual no fue una decisión muy sabia. Pero Rita obedeció. Quiso Dios así darnos en ella el ejemplo de una admirable esposa, llena de virtud, aun en las mas difíciles circunstancias.

Después del matrimonio, su esposo demostró ser bebedor, mujeriego y abusador. Rita le fue fiel durante toda su vida de casada. Encontró su fortaleza en Jesucristo, en una vida de oración, sufrimiento y silencio. Tuvieron dos gemelos, los cuales sacaron el temperamento del padre. Rita se preocupó y oró por ellos.

Después de veinte años de matrimonio y oración por parte de Rita, el esposo se convirtió, le pidió perdón y le prometio cambiar su forma de ser. Rita perdona y el deja su antigua vida de pecado y pasaba el tiempo con Rita en los caminos de Dios. Esto no duró mucho, porque mientras su esposo se había reformado, no fue así con sus antiguos amigos y enemigos. Una noche Paolo no fue a la casa. Antes de su conversión esto no hubiera sido extraño, pero en el Paolo reformado esto no era normal. Rita sabía que algo había ocurrido. Al día siguiente, lo encontraron asesinado.

Su pena fue aumentada cuando sus dos hijos, que ya eran mayores, juraron vengar la muerte de su padre. Las súplicas no lograban disuadirlos. Fue entonces que Santa Rita, comprendiendo que mas vale salvar el alma que vivir mucho tiempo, rogó al Señor que salvara las almas de sus dos hijos y que tomara sus vidas antes de que se perdieran para la eternidad por cometer un pecado mortal. El Señor respondió a sus oraciones. Los dos padecieron una enfermedad fatal. Durante el tiempo de enfermedad, la madre les habló dulcemente del amor y el perdón. Antes de morir lograron perdonar a los asesinos de su padre. Rita estuvo convencida de que ellos estaban con su padre en el cielo.


Entra en la Vida Religiosa

Al quedar sola no se deja vencer por la tristeza y el sufrimiento. Santa Rita quiso entrar con las hermanas Agustinas, pero no era fácil lograrlo. No querían una mujer que había estado casada. La muerte violenta de su esposo dejó una sombra de duda. Ella se volvió de nuevo a Jesús en oración. Ocurrió entonces un milagro. Una noche, mientras Rita dormía profundamente, oyó que la llamaban ¡Rita, Rita, Rita! esto ocurrió tres veces, a la tercera vez Rita abrió la puerta y allí estaban San Agustín, San Nicolás de Tolentino y San Juan el Bautista del cual ella había sido devota desde muy niña. Ellos le pidieron que los siguieran. Después de correr por las calles de Roccaporena, en el pico del Scoglio, donde Rita siempre iba a orar sintió que la subían en el aire y la empujaban suavemente hacia Cascia. Se encontró arriba del Monasterio de Santa María Magdalena en Cascia. Entonces cayo en éxtasis. Cuando salió del éxtasis se encontró dentro del Monasterio, ante aquel milagro las monjas Agustinas no pudieron ya negarle entrada. Es admitida y hace la profesión ese mismo año de 1417, y allí pasa 40 años de consagración a Dios.


Más Pruebas

Durante su primer año, Rita fue puesta a prueba no solamente por sus superioras, sino por el mismo Señor. Le fue dado el pasaje de la Escritura del joven rico para que meditara. Ella sentía en su corazón las palabras, ¡Si quieres ser perfecta!

Un día Rita fue puesta a prueba por su Madre Superiora. Como un acto de obediencia, Rita fue ordenada a regar cada día una planta muerta. Rita lo hizo obedientemente y de buena manera. Una mañana la planta se había convertido en una vid floreciente y dio uvas que se usaron para el vino sacramental. Hasta este día sigue dando uvas.


Amor a la Pasión de Cristo

Rita meditaba muchas horas en la Pasión de Cristo, meditaba en los insultos, los rechazos, las ingratitudes que sufrió en su camino al Calvario

Durante la Cuaresma del año 1443 fue a Cascia un predicador llamado Santiago de Monte Brandone, quién dio un sermón sobre la Pasión de Nuestro Señor que tocó tanto a Rita que a su retorno al monasterio le pidió fervientemente al Señor ser participe de sus sufrimientos en la Cruz. Recibió las estigmas y las marcas de la Corona de Espinas en su cabeza. A la mayoría de los santos que han recibido este don este don exuden una fragancia celestial. Las llagas de Santa Rita, sin embargo exudían olor a podrido, por lo que debía alejarse de la gente.

Por 15 años vivió sola, lejos de sus hermanas monjas. El Señor le dio una tregua cuando quiso ir a Roma para el primer Año Santo. Jesús removió la estigma de su cabeza durante el tiempo que duró la peregrinación. Tan pronto como llegó de nuevo a casa la estigma volvió a aparecer y teniéndose que aislar de nuevo.

En su vida tuvo muchas llamadas pero ante todo fue una madre tanto física como espiritualmente. Cuando estaba en el lecho de muerte, le pidió al Señor que le diera una señal para saber que sus hijos estaban en el cielo. A mediados de invierno recibió una rosa del jardín cerca de su casa en Roccaporena. Pidió una segunda señal. Esta vez recibió un higo del jardín de su casa en Roccaporena, al final del invierno.

Los últimos años de su vida fueron de expiación. Una enfermedad grave y dolorosa la tuvo inmóvil sobre su humilde cama de paja durante cuatro años. Ella observó como su cuerpo se consumía con paz y confianza en Dios.


Las Rosas de Santa Rita

Durante la enfermedad, a petición suya, le presentaron algunas rosas que habían brotado de manera prodigiosa en el frío invierno en su huertecito de Rocaporena. Ella las aceptó sonriente como don de Dios.


Muerte de la santa

Santa Rita recorrió el camino de la perfección, la vía purgativa, la iluminativa y unitiva. Conoció el sufrimiento y en todo creció en caridad y confianza en Dios. El crucifijo es su mejor maestro. Es en almas puras como la de ella que Dios puede hacer portentos sin que por ello se desenfrenen y caigan en el orgullo espiritual. Al morir la celda se ilumina y las campanas tañen solas por el gozo de un alma que entra al cielo.

Su muerte, acaecida en 1457, fue su triunfo. La herida del estigma desapareció y en lugar apareció una mancha roja como un rubí, la cual tenía una deliciosa fragancia. Debía haber sido velada en el convento, pero por la muchedumbre tan grande se necesitó la iglesia. Permaneció allí y la fragancia nunca desapareció. Por eso, nunca la enterraron. El ataúd de madera que tenía originalmente fue reemplazado por uno de cristal y ha estado expuesta para veneración de los fieles desde entonces. Multitudes todavía acuden en peregrinación a honrar a la santa y pedir su intercesión ante su cuerpo que permanece incorrupto.

León XIII la canonizó en 1900.

(fuente: www.corazones.org)

martes, 21 de mayo de 2013

21 de mayo: San Eugenio de Mazenod

(1782-1861)
Obispo de Marsella,
fundador de la Congregación de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada

CARLOS JOSÉ EUGENIO DE MAZENOD llegó a un mundo que estaba llamado a cambiar muy rápidamente. Nacido en Aix de Provenza al sur de Francia, el 1 de agosto de 1782, parecía tener asegurada una buena posición y riqueza en su familia, que era de la nobleza menor. Sin embargo, los disturbios de la Revolución francesa cambiaron todo esto para siempre. Cuando Eugerio tenía 8 años su familia huyó de Francia, dejando sus propiedades tras sí, y comenzó un largo y cada vez más difícil destierro de 11 años de duración.


Los años pasados en Italia

La familia de Mazenod, como refugiados políticos, pasaron por varias ciudades de Italia. Su padre, que había sido Presidente del Tribunal de Cuentas, Ayuda y Finanzas de Aix, se vio forzado a dedicarse al comercio para mantener su familia. Intentó ser un pequeño hombre de negocios, y a medida que los años iban pasando la familia cayó casi en la miseria. Eugenio estudió, durante un corto período, en el Colegio de Nobles de Turín, pero al tener que partir para Venecia, abandonó la escuela formal. Don Bartolo Zinelli, un sacerdote simpático que vivía al lado, se preocupó por la educación del joven emigrante francés. Don Bartolo dio a Eugenio una educación fundamental, con un sentido de Dios duradero y un régimen de piedad que iba a acompañarle para siempre, a pesar de los altos y bajos de su vida. El cambio posterior a Nápoles, a causa de problemas económicos, le llevó a una etapa de aburrimiento y abandono. La familia se trasladó de nuevo, esta vez hacia Palermo, donde gracias a la bondad del Duque y la Duquesa de Cannizzaro, Eugenio tuvo su primera experiencia de vivir a lo noble, y le agradó mucho. Tomó el título de "Conde" de Mazenod, siguió la vida cortesana y soñó con tener futuro.


Vuelta a Francia: el Sacerdocio

En 1802, a la edad de 20 años, Eugenio pudo volver a su tierra natal y todos sus sueños e ilusiones se vinieron abajo rápidamente. Era simplemente el "Ciudadano" de Mazenod, Francia había cambiado; sus padres estaban separados, su madre luchaba por recuperar las propiedades de la familia. También había planeado el matrimonio de Eugenio con una posible heredera rica. Él cayó en la depresión, viendo poco futuro real para sí. Pero sus cualidades naturales de dedicación a los demás, junto con la fe cultivada en Venecia, comenzaron a afirmarse en él. Se vio profundamente afectado por la situación desastrosa de la Iglesia de Francia, que había sido ridiculizada, atacada y diezmada por la Revolución.

Él llamado al sacerdocio comenzó a manifestársele y Eugenio respondió a este llamado. A pesar de la oposición de su madre, entró en el seminario San Sulpicio de París, y el 21 de diciembre de 1811 era ordenado sacerdote en Amiens.


Esfuerzos apostólicos: los Oblatos de María Inmaculada

Al volver a Aix de Provenza, no aceptó un nombramiento normal en una parroquia, sino que comenzó a ejercer su sacerdocio atendiendo a los que tenían verdadera necesidad espiritual: los prisioneros, los jóvenes, las domésticas y los campesinos. Eugenio prosiguió su marcha, a pesar de la oposición frecuente del clero local. Buscó pronto otros sacerdotes igualmente celosos que se prepararían para marchar fuera de las estructuras acostumbradas y aún poco habituales. Eugenio y sus hombres predicaban en Provenzal, la lengua de la gente sencilla, y no el francés de los "cultos". Iban de aldea en aldea, instruyendo a nivel popular y pasando muchas horas en el confesonario. Entre unas misiones y otras, el grupo se reunía en una vida comunitaria intensa de oración, estudio y amistad. Se llamaban a sí mismos "Misioneros de Provenza".

Sin embargo, para asegurar la continuidad en el trabajo, Eugenio tomó la intrépida decisión de ir directamente al Papa para pedirle el reconocimiento oficial de su grupo como una Congregación religiosa de derecho pontificio. Su fe y su perseverancia no cejaron y, el 17 de febrero de 1826, el Papa Gregorio XII aprobaba la nueva Congregación de los "Misioneros Oblatos de María Inmaculada". Eugenio fue elegido Superior General, y continuó inspirando y guiando a sus hombres durante 35 años, hasta su muerte. Eugenio insitió en una formación espiritual profunda y en una vida comunitaria cercana, al mismo tiempo que en el desarrollo de los esfuerzos apostólicos: predicación, trabajo con jóvenes, atención de los santuarios, capellanías de prisiones, confesiones, dirección de seminarios, parroquias. Él era un hombre apasionado por Cristo y nunca se opuso a aceptar un nuevo apostolado, si lo veía como una respuesta a las necesidades de la Iglesia. La "gloria de Dios, el bien de la Iglesia y la santificación de las almas" fueron siempre fuerzas que lo impulsaron.


Obispo de Marsella

La diócesis de Marsella había sido suprimida durante la Revolución francesa, y la Iglesia local estaba en un estado lamentable. Cuando fue restablecida, el anciano tío de Eugenio, Fortunato de Mazenod, fue nombrado Obispo. Él nombró a Eugenio inmediatamente como Vicario General, y la mayor parte del trabajo de reconstruir la diócesis cayó sobre él. En pocos años, en 1832, Eugenio mismo fue nombrado Obispo auxiliar. Su ordenación episcopal tuvo lugar en Roma, desafiando la pretensión del gobierno francés que se consideraba con derecho a intervenir en tales nombramientos. Esto causó una amarga lucha diplomática y Eugenio cayó en medio de ella con acusaciones, incomprensiones, amenazas y recriminaciones sobre él. A pesar de los golpes, Eugenio siguió adelante resueltamente y finalmente la crisis llegó a su fin. Cinco años más tarde, al morir el Obispo Fortunato, fue nombrado él mismo como Obispo de Marsella.


Un corazón grande como el mundo

Al fundar los Oblatos de María Inmaculada para servir ante todo a los necesitados espiritualmente, a los abandonados y a los campesinos de Francia, el celo de Eugenio por el Reino de Dios y su devoción a la Iglesia movieron a los Oblatos a un apostolado de avanzada. Sus hombres se aventuraron en Suiza, Inglaterra, Irlanda. A causa de este celo, Eugenio fue llamado "un segundo Pablo", y los Obispos de las misiones vinieron a él pidiendo Oblatos para sus extensos campos de misión. Eugenio respondió gustosamente a pesar del pequeño número inicial de misioneros y envió sus hombres a Canadá, Estados Unidos, Ceylan (Sri Lanka), Sud-Africa, Basutolandia (Lesotho). Como misioneros de su tiempo, se dedicaron a predicar, bautizar, atender a la gente. Abrieron frecuentemente áreas antes no tocadas, establecieron y atendieron muchas diócesis nuevas y de muchas maneras "lo intentaron todo para dilatar el Reino de Cristo". En los años siguientes, el espíritu misionero de los Oblatos ha continuado, de tal modo que el impulso dado por Eugenio de Mazenod sigue vivo en sus hombres que trabajan en 68 países.


Pastor de su diócesis

Al mismo tiempo que se desarrollaba este fermento de actividad misionera, Eugenio se destacó como un excelente pastor de la Iglesia de Marsella, buscando una buena formación para sus sacerdotes, estableciendo nuevas parroquias, construyendo la Catedral de la ciudad y el espectacular santuario de Nuestra Señora de la Guardia en lo alto de la ciudad, animando a sus sacerdotes a vivir la santidad, introduciendo muchas Congregaciones Religiosas nuevas para trabajar en su diócesis, liderando a sus colegas Obispos en el apoyo a los derechos del Papa. Su figura descolló en la Iglesia de Francia. En 1856, Napoleón III lo nombró Senador, y a su muerte, era decano de los Obispos de Francia.


Legado de un santo

El 21 de mayo de 1861 vio a Eugenio de Mazenod volviendo hacia Dios, a la edad de 79 años, después de una vida coronada de frutos, muchos de los cuales nacieron del sufrimiento. Para su familia religiosa y para su diócesis ha sido fundador y fuente de vida: para Dios y para la Iglesia ha sido un hijo fiel y generoso. Al morir dejó a sus Oblatos este testamento final: "Entre vosotros, la caridad, la caridad, la caridad; y fuera el celo por la salvación de las almas".

Al declararlo santo la Iglesia, el 3 de diciembre de 1995, corona estos dos ejes de su vida: amor y celo. Y este es el mayor regalo que Eugenio de Mazenod, Oblato de María Inmaculada, nos ofrece hoy.

(fuente: www.vatican.va)

lunes, 20 de mayo de 2013

20 de mayo: San Alcuino de York

ALCUINO DE YORK Monje, Teólogo y Literato († 804)

El nombre de Alcuino condensa uno de los más bellos esfuerzos que ha hecho la Iglesia para restaurar la cultura en la Europa invadida por la barbarie. Alcuino, «el célebre doctor, el incomparable maestro, el hombre más versado en la ciencia de las Escrituras», era un monje inglés del monasterio-catedral de York. «Allí—dice él mismo—enseñaba el sabio. Alberto, apagando la sed de nuestros espíritus en todas las fuentes de las ciencias. A unos ejercitaba en las reglas de la gramática; para otros, derramaba los raudales de la retórica; entrenaba a éstos en las luchas del foro, y a aquéllos formábalos en los cantos de los poetas aonios, acostumbrándolos a hacer resonar la flauta de Castalia y a herir con paso lírico las cimas del Parnaso. Explicaba el mecanismo de los Cielos, los eclipses del Sol y de la Luna, las cinco zonas del Polo, las siete estrellas errantes, las leyes de los astros, los movimientos del mar proceloso, los temblores de la tierra, las diversas combinaciones de los números y sus formas variadas, y la historia natural del hombre, de los animales domésticos, de los pájaros y de las bestias salvajes. Nos adiestraba en la manera de calcular con rapidez la vuelta anual de la Pascua; y, sobre todo, nos descubría los misterios de las Sagradas Escrituras y nos hacía penetrar en las profundidades de la Antigua Ley.»

Todo esto es lo que Alcuino aprendió de Alberto. Cuando el maestro se hizo viejo, el discípulo heredó su cátedra y su biblioteca. «El tesoro de sus libros—escribe él mismo—dióselo al hijo querido, que nunca había abandonado al padre por no separarse de las fuentes de la ciencia.» El ilustre maestro los había reunido bajo un mismo techo, trayéndolos de los puntos más apartados del globo. Allí estaban los escritos de los Padres antiguos, las obras maestras del genio romano, cuanto transmitió al Lacio la Grecia brillante, las lluvias divinas que apagaron la sed del pueblo hebreo y los luminosos resplandores que brillaron en el suelo africano y bajo el cielo de Hesperia. Eran los ingenios más ilustres de la ciencia, del arte, de la elocuencia y de la poesía. El ansia de saber sacó de su patria al maestro de York.

Quiso viajar, recorrer las escuelas del continente, llegar hasta Roma, centro de la sabiduría y de la religión. Esto era hacia el año 770. Pasando por Pavía, se encontró con Carlomagno. Fue un encuentro providencial. El emperador, con su habilidad para conocer a los hombres, vio en aquel monje el alma del resurgimiento científico que proyectaba, lo asoció a su fortuna y lo puso al frente de las escuelas del palacio. Alcuino cedió, pero el alma se le partía al tener que despedirse del silencio del claustro: «¡Adiós, celda mía!—exclamaba—. ¡Dulce y amada mansión, adiós para siempre! Ya no veré más ni los bosques que te rodean con sus ramas entrelazadas y su verdor florido, ni tus prados llenos de plantas bellas y aromáticas, ni tus estanques, donde se mueven los peces, que brillan heridos por el sol, ni tus jardines, donde el lirio crece junto a la rosa. Ya no escucharé a las avecillas que cantaban los maitines como nosotros, ni las enseñanzas de una sabiduría suave y santa, que brotaba de los corazones rebosantes de paz. Celda querida, yo lloro y suspiro por ti. Así es como todo pasa. ¡Desgraciados de nosotros! ¿Para qué pondremos nuestro corazón en las cosas que fenecen? Sólo a Ti, ¡oh Cristo!, hemos de amar, porque sólo tu amor no defrauda.»

En el palacio era Alcuino lo que llamaríamos, con una expresión moderna, el secretario de Instrucción pública, el que inspiraba todos los proyectos literarios que el restaurador del Imperio dictaba en sus cartas y capitulares. Carlomagno se hizo su primer discípulo. Cuando escribía al humilde monje, encabezaba sus cartas con esta fórmula: «A mi amabilísimo maestro y que por mí siempre ha de ser nombrado con amor, Alcuino Flacco.» En aquella corte, donde se reunían los hombres más sabios de aquel tiempo, todos tenían su nombre literario, cogido entre los autores más famosos de la antigüedad griega o latina, de la literatura cristiana o hebrea. El rey se llamaba David; Alcuino había tomado el nombre de Flacco, que indicaba sus aficiones poéticas y su admiración por el venusino.

El hombre anglosajón era el hombre más a propósito para sostener el entusiasmo del emperador, fascinado por el fulgor de la civilización latina. También su espíritu había salido a la luz de entre las tinieblas septentrionales, y sentía por ella verdadero enamoramiento. «No ignoráis—decía a su imperial discípulo—cómo en todas las páginas de la Sagrada Escritura se nos exhorta a aprender la sabiduría. No hay nada más sublime para alcanzar la vida bienaventurada, nada más dulce de ejercitar, nada más fuerte contra los vicios, nada más laudable para dignificar al hombre. Nada tampoco tan necesario para regir un pueblo y ordenar rectamente la vida como el ornamento de la sabiduría, el prestigio de la ciencia y la eficacia de la erudición. Procurad, ¡oh señor!, que en vuestro palacio todos la amen y la aprendan, y se ejerciten en ella diariamente, para que lleguen a una honrada vejez y luego a una bienaventuranza perpetua.»

Los sabios que rodeaban a Carlomagno, monjes, obispos, capitanes y cortesanos, todos ellos discípulos de Alcuino, conocían los clásicos como muy pocos los conocen hoy. Para cualquier cosa tenían presta una cita de Virgilio, de Horacio, de Lucano... Hasta de Tibulo y Marcial. Algunos de ellos sabían perfectamente el griego, y leían en el original los trabajos de Ulises y los discursos de San Crisóstomo. En ciencias, conocían todo lo que podía enseñarse en aquel tiempo; y en filosofía, podían escribir tratados «sobre el ser y la nada», «sobre la esencia, la existencia y la subsistencia». Su conocimiento principal era el de la teología y las Sagradas Escrituras. Alcuino, poeta insigne, tenía fama de ser el mejor escriturista de su tiempo. Estudiábase también con afán la música. «Era muy difícil—decía un escritor de aquel tiempo—conseguir que aquellas voces, naturalmente bárbaras, llegasen a expresar las modulaciones, las cadencias y los sonidos con el ritmo, unas veces ligado y otras suelto, de los meridionales. Las melodías se les rompían en la garganta antes de salir al exterior.» Sin embargo, el canto era una de las cosas en que más se ejercitaban. Cantaban los himnos gregorianos o las gestas nacionales —los Nibelungos—recogidas por el mismo emperador, acompañándolas con el arpa pequeña, con la flauta de dos tubos o con el órgano, del cual hablaba así uno de aquellos santos académicos: «Este admirable instrumento, que, con ayuda de cajas de bronce y con fuelles de piel de toro, como por arte de encantamiento, lanza el aire a los tubos broncíneos, produciendo un sonido igual, cuando brama, a los estampidos del trueno, y comparable por su dulzura a los leves suspiros de la lira y del címbalo, es una de las cosas más maravillosas que ha visto nuestra edad.»

Muchas de las poesías de Alcuino fueron hechas para animar las veladas académicas de la corte, las que cantan la gloria del emperador o la piedad de sus hijos, el lozano ingenio de los discípulos, o la briosa conducta de los capitanes, o algún suceso jocoso del palacio. Tiene un poemita en que hace el elogio de varios asistentes a aquellas reuniones literarias; otro nos recuerda un gracioso percance casi familiar. El maestro se queja al emperador y a su hija Berta porque le habían dejado en la calle mientras nevaba: «La nieve cae del cielo; una capa helada envuelve el cuerpo. No hay quien dé un techo al pobre Alcuino, errante por la ciudad, y el viejo poeta se marchó triste. Por eso su flauta no sabe decir más que este gemido: David ya no hace caso de los versos, y Delia tampoco; porque tú también, hija mía, despreciaste a tu vate, que hubo de irse temblando a través del frío y de la nieve. Sólo los niños lamentaron la suerte de su querido Flacco.»

Poco a poco los discípulos se derramaban por todo el Imperio, para gobernar las diócesis, regir las abadías, Beato Alcuino de Yorkcumplir las órdenes imperiales y capitanear los ejércitos. Aquel desfile irremediable entristecía el corazón del maestro. «El tedio se ha apoderado de mi alma por vuestra ausencia—escribía en 796 a uno de aquellos jóvenes lanzados ahora lejos de él por las necesidades de la vida—. Estoy como huérfano de mis hijos: Dámelas, en Sajonia; Homero, en Italia; Cándido, en Inglaterra; Mopso, enfermo en San Martín. Considera; hijo mío, cuántas tempestades acosan a tu padre.» Al fin, con gran disgusto del emperador, logró también él huir de la corte y refugiarse en el monasterio de San Martín de Tours. Desde su retiro, aquel sol ya moribundo derramó los últimos, los más bellos de sus resplandores. El maestro palatino se convierte en maestro de la Iglesia. Su voz resuena dondequiera que hay un peligro. Sus cartas llegan hasta la corte bizantina, hasta el patriarca de Jerusalén, hasta los Pontífices romanos, hasta los reyes y los obispos y los monasterios ingleses, hasta el pobre pueblo visigodo, víctima del despotismo musulmán y de la herejía adopcionista, que el viejo atleta combate con sus libros y su palabra, venciendo en pública disputa a Félix de Urgel, uno de los heresíarcas.

Pero su pensamiento y su mirada siguen fijos en los discípulos dispersos. Para él la enseñanza era una paternidad, «Sé piadoso y solícito con los niños—decía, trazando el tipo del maestro—, y vosotros, los niños, amad al que os enseña como a un padre, para que la bendición paterna no se aparte de vosotros.» En su copioso epistolario hay dos cartas de entrañable ternura, dirigidas a los que antiguamente escucharon su doctrina. Una vez escribía a los que que daban en la corte: «A mis carísimos hijos, salud perpetua, el padre. Muchas cosas os diría si tuviese una paloma o un cuervo que con vuelo fiel os llevase mis cartas... Pero me contento con enviaros este saludo, anunciándoos mi prosperidad y deseándoos cuanto un padre puede desear a sus hijos. Tengo ansia de veros; y aguardo el cumplimiento de mi deseo con turbación y timidez. Tal vez no sois lo que antes erais. ¡Qué felices aquellos días en que jugaba en medio de vosotros con la seriedad de nuestros trabajos literarios! Pero ahora todo ha cambiado. El viejo cría otros hijos, gimiendo por la dispersión de los primeros. Pero escuchad el consejo paterno: Que vuestra santidad y vuestra religión sean mi alabanza y mi galardón entre los hombres y delante de Dios. Que no lleguen a vuestras ventanas las palomas coronadas que vuelan por las cámaras del palacio. Que no atraviesen vuestras puertas los caballos indómitos, ni busquéis vuestra diversión en los cantos de los osos, sino en los cantos de los clérigos.»

Todas las cartas de Alcuino están escritas con el corazón. Era una naturaleza dulce, expansiva, llena de optimismo y sinceridad. El olvido de sus amigos le desgarra el alma, y hasta se diría que siente celos cuando el demasiado amor a los poetas les hace olvidar a su maestro. A uno de ellos le escribe: «Quisiera más verte pobre a mi lado, que rico lejos de mí. ¿Qué me importan las riquezas si no tengo a quien amo? Tu poder es mi miseria. ¿Dónde está el coloquio dulce entre ambos? ¿Dónde el estudio deseable de las sagradas letras? ¿Dónde el rostro alegre que yo tenía costumbre de mirar? ¿Dónde la comunión de la caridad ejercitada por el amor fraterno? ¿Dónde, al menos, la memoria de mi nombre? Todo un año ha pasado sin haber tenido el consuelo de una carta tuya. ¿En qué pecó tu padre para ser olvidado por su hijo? ¡Ah, si yo me llamase Virgilio! Entonces me tendrías constantemente ante tus ojos y meditarías con avidez mis palabras. Pero Alcuino Flacco desapareció para tí, y Marón ha ocupado su lugar. Digo estas cosas obligado por el dolor. Tu ausencia y tu olvido son la causa de que haya fijado tan fuertemente mi pluma en la carta. Ojalá llenasen tu pecho los cuatro Evangelios, y no los doce cantos de la Eneida, a fin de que aquella celestial cuadriga te llevase al palacio del Rey eterno.»

Esta palabra íntima y buena se hacía más amorosa, más vibrante, cuando se dirigía a algún discípulo extraviado, a algún hijo pródigo. El padre era entonces más padre, sus brazos más generosos, su acento irresistible: «Dulcísimo hijo, hermano y amigo—escribía a uno de aquellos pobres juguetes de la pasión—; amabilísimo hijo, cuyo nombre quiero que para siempre quede escrito en la biblioteca celeste. Yo te engendré, te crió, te alimenté y te formé hasta hacer de ti un varón perfecto, adornándote con las artes, iluminándote con el sol de la sabiduría y haciéndote un hombre útil a tu patria. Pero, ¡ay!, ¿quién dará agua a mi cabeza, y fuente de lágrimas a mis ojos, para llorar por tu alma, imagen de Cristo, que no debe perecer? ¡Ay, ay! ¡Alma desgraciada, noble por la sangre de Dios y vil por el cieno del pecado! ¿Por qué dejaste la fuente de la vida y fuiste en busca de cisternas horadadas? ¿Por qué abandonaste a tu padre, el que guió tu infancia, el que te enseñó las disciplinas liberales, el que te introdujo en el camino de la vida? ¿No eres tú aquel adolescente, alabado por todos, amable a todos los ojos, deseable a todos los corazones? ¡Ay! Ahora todos te reprenden y detestan. ¿Quién, hermoso niño mío, hijo de la Iglesia, lumbre amable y venerable, quién te persuadió a apacentar puercos y alimentarte de bellotas? Ven, cree en la cruz de la misericordia; tu padre es piadoso, saldrá a tu encuentro y te recogerá en sus brazos.»

Aún en Tours, Carlomagno seguía siendo el grande amigo y admirador del maestro anglosajón. Sus cartas llegaban constantemente al monasterio desde Roma, desde Aquisgran, desde los campamentos de Italia y del Danubio. La mayor parte de las veces eran consultas sobre alguna cuestión literaria, sobre asuntos de gobierno; sobre la evangelización de los sajones. El año 800, Carlos tenía empeño en que Alcuino asistiese a su coronación en Roma; pero recibió de él esta respuesta: «Ruégote que me dejes acabar en paz la vida junto al sepulcro de San Martín. Toda fuerza se ha apagado en mí, y ya no volveré a encontrarla en este mundo. Deja que el viejo descanse, que rece en la soledad por su rey, a quien tanto ama, y que se prepare en la confesión y en las lágrimas a comparecer delante del Juez eterno.» Carlomagno tuvo que resignarse; pero, contestando a su amigo, le decía: «Es una vergüenza preferir los techos ahumados de Tours a los dorados palacios de Roma.»

A pesar de su agotamiento, Alcuino seguía componiendo poesías llenas de buen humor y paternal afecto, dictando invectivas formidables contra los herejes españoles Félix y Elipando, comentando las Sagradas Escrituras y enseñando, con la misma pasión que en los días de su juventud, a los alumnos de la escuela turonense, que era, por la fama del maestro, la más concurrida de Europa. «Aquí está vuestro Alcuino—decía, escribiendo al emperador—, esforzándose por comunicar a los unos las mieles de la palabra divina, embriagando a otros con los mostos de los poetas y los oradores, y a otros alimentándolos con el manjar de las sutilezas gramaticales. No faltan tampoco aquellos a quienes tengo que enseñar el orden de las estrellas. Estoy hecho todo para todos, a fin de formar a muchos en pro de la Santa Madre Iglesia y de la gloria de su imperio, para que la gracia de Cristo no se pierda en mí. Así cumplo con aquel precepto sagrado: «Siembra por la mañana tu semilla y por la tarde no descanse tu mano.» Por la mañana, en la primavera de mi vida, lancé el grano en la isla de Bretaña; ahora, en el atardecer de mi edad, no ceso de esparcirle por toda Francia, y, aunque mi cuerpo está fatigado, consuélame aquella sentencia de San Jerónimo: «Casi todas las excelencias del cuerpo se pierden en los viejos; pero al decrecer las demás cosas, crece la sabiduría.»

Sin embargo, el agotamiento crecía también, acelerado por la fiebre. Las cartas de afecto, las poesías, los regalos que le llegaban de todas partes, los médicos que el emperador ponía a su disposición, las hierbas medicinales que le enviaba San Benito Anianense, no consiguieron nada. En 804, escribía el anciano a su imperial amigo: «Príncipe, mi último deseo hubiera sido verte una vez más antes de morir. He pedido a Dios esta consolación suprema, pero mis pecados me hacen indigno de ella. Ya sólo tengo fuerzas para invocar a mis patronos celestiales, a fin de que me protejan en el día del juicio. ¡Qué día tan terrible, y cómo debemos prepararnos a él!» Era la última carta del monje al emperador. En el momento de expirar, Alcuino recobró la palabra, que había perdido tres días antes, y pudo cantar su antífona favorita, O clavis David: «Oh llave de David, cetro de la casa de Israel, que abres sin que nadie pueda cerrar y cierras sin que nadie pueda abrir: libra de la prisión a este cautivo, sentado en las tinieblas y en las sombras de la muerte.». Así murió el diácono Alcuino, el humilde maestro Flacco, el cisne transmarino, el peregrino de la ciencia, como él mismo se llamó. Su epitafio decía:

«Yo fuí lo que tú eres: un viajero, famoso un día en la tierra. Con vano ardor perseguí las alegrías del mundo, y ahora soy polvo, ceniza y pasto de gusanos en la tumba.»

(fuente: www.divvol.org)
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