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viernes, 8 de agosto de 2014

08 de agosto: Beata Bonifacia Rodríguez Castro

Bonifacia Rodríguez Castro es una sencilla trabajadora que, en medio de lo cotidiano, se abre al don de Dios, dejándolo crecer en su corazón con actitudes auténticamente evangélicas. Fiel a la llamada de Dios, se abandona en sus brazos de Padre, dejándole imprimir en ella los rasgos de Jesús, el trabajador de Nazaret, que vive oculto en compañía de sus padres la mayor parte de su vida.

Nace en Salamanca (España) el 6 de junio de 1837 en el seno de una familia artesana. Sus padres, Juan y María Natalia, eran profundamente cristianos, siendo su principal preocupación la educación en la fe de sus seis hijos, de los cuales Bonifacia era la mayor. Su primera escuela es el hogar de sus padres, donde Juan, sastre, tenía instalado su taller de costura, por lo que Bonifacia lo primero que ve al nacer es un taller.

Terminados los estudios primarios, aprende el oficio de cordonera, con el que comienza a ganarse la vida por cuenta ajena a los quince años, a la muerte de su padre, para ayudar a su madre a sacar adelante la familia. La necesidad de trabajar para vivir configura desde muy pronto su recia personalidad, experimentando en carne propia las duras condiciones de la mujer trabajadora de la época: horario agotador y exiguo jornal.

Pasadas las primeras estrecheces económicas, monta su propio taller de “cordonería, pasamanería y demás labores”, en el que trabaja con el mayor recogimiento posible e imita la vida oculta de la Familia de Nazaret. Tenía gran devoción a María Inmaculada y a san José, devociones de suma actualidad después de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción en 1854 y de la declaración de san José como patrono de la Iglesia universal en 1870.

A partir de 1865, fecha del matrimonio de Agustina, única de sus hermanos que alcanza la edad adulta, Bonifacia y su madre, que se habían quedado solas, se entregan a una vida de intensa piedad, acudiendo todos los días a la cercana Clerecía, iglesia regentada por la Compañía de Jesús.

Un grupo de chicas de Salamanca, amigas suyas, atraídas por su testimonio de vida, comienzan a acudir a su casa-taller los domingos y festivos por la tarde para verse libres de las peligrosas diversiones de la época. Buscaban en Bonifacia una amiga que las ayudara. Juntas deciden formar la Asociación de la Inmaculada y san José, llamada después Asociación Josefina. Adquiere así el taller de Bonifacia una clara proyección apostólica y social de prevención de la mujer trabajadora.

Bonifacia se siente llamada a la vida religiosa. Su gran devoción a María hace que su corazón vaya acariciando el proyecto de hacerse dominica en el convento salmantino de Santa María de Dueñas.

Pero un acontecimiento de trascendental importancia va a cambiar el rumbo de su vida: el encuentro con el jesuita catalán Francisco Javier Butinyà i Hospital, natural de Bañolas-Girona (1834-1899), que llega a Salamanca en octubre de 1870 con una gran inquietud apostólica hacia el mundo de los trabajadores manuales. Para ellos estaba escribiendo “La luz del menestral, o sea, colección de vidas de fieles esclarecidos que se santificaron en profesiones humildes”. Atraída por su mensaje evangelizador en torno a la santificación del trabajo, Bonifacia se pone bajo su dirección espiritual. A través de ella Butinyà entra en contacto con las chicas que frecuentaban su taller, la mayor parte también trabajadoras manuales. Y el Espíritu Santo le sugiere la fundación de una nueva congregación femenina, orientada a la prevención de la mujer trabajadora, valiéndose de aquellas mujeres trabajadoras.

Bonifacia le confía su decisión de hacerse dominica, pero Butinyà le propone fundar con él la Congregación de Siervas de san José, a lo que Bonifacia accede con docilidad. Juntamente con otras seis chicas de la Asociación Josefina, entre ellas su madre, da inicio en Salamanca, en su proprio taller, a la vida de comunidad el 10 de enero de 1874, momento muy conflictivo en la vida política del país.

Tres días antes, el 7 de enero, el obispo de Salamanca, D. Joaquin Lluch i Garriga, había firmado el Decreto de Erección del Instituto. Catalán como Butinyà, natural de Manresa-Barcelona (1816‑1882), desde el primer momento había secundado con el mayor entusiasmo la nueva fundación.

Se trataba de un novedoso proyecto de vida religiosa femenina, inserta en el mundo del trabajo a la luz de la contemplación de la Sagrada Familia, recreando en las casas de la Congregación el Taller de Nazaret. En este taller las Siervas de san José ofrecían trabajo a las mujeres pobres que carecían de él, evitando así los peligros que en aquella época suponía para ellas salir a trabajar fuera de casa.

Era una forma de vida religiosa demasiado arriesgada para no tener oposición. En seguida es combatida por el clero diocesano de Salamanca, que no capta la hondura evangélica de esta forma de vida tan cercana al mundo del trabajo.

A los tres meses de la fundación Francisco Butinyà es desterrado de España con sus compañeros jesuitas y en enero de 1875 el obispo Lluch i Garriga es trasladado como obispo a Barcelona. Bonifacia se ve sola al frente del Instituto a tan sólo un año de su nacimiento.

Los nuevos directores de la comunidad, nombrados por el obispo entre los sacerdotes seculares, siembran imprudentemente la desunión entres las hermanas, algunas de las cuales, apoyadas por ellos, comienzan a oponerse al taller como forma de vida y a la acogida de la mujer trabajadora en él. Bonifacia Rodríguez, fundadora, que encarnaba con perfección el proyecto que había dado origen a las Siervas de san José, no consiente cambios en el carisma definido por el P. Butinyà en las Constituciones.

Pero el director de la Congregación, aprovechando un viaje de Bonifacia a Girona en 1882, efectuado para establecer la unión con otras casas de Siervas de san José que Francisco Butinyà había fundado en Cataluña a su vuelta del destierro, promueve su destitución como superiora y orientadora del Instituto.

Humillaciones, rechazo, desprecios y calumnias recaen sobre ella para hacerla salir de Salamanca. La única respuesta de Bonifacia es el silencio, la humildad y el perdón. Sin una palabra de reivindicación o protesta, deja que se impriman en ella los rasgos de Jesús, silencioso ante quienes lo acusaban (Mt 26, 59-63).

Como solución al conflicto, Bonifacia propone al obispo de Salamanca, D. Narciso Martínez Izquierdo, la fundación de una nueva comunidad en Zamora. Aceptada jurídicamente por él y por el obispo de Zamora, D. Tomás Belestá y Cambeses, Bonifacia sale acompañada de su madre camino de esta ciudad el 25 de julio de 1883, llevando en su corazón el Taller de Nazaret, su tesoro. Y en Zamora le da vida con toda fidelidad, mientras en Salamanca comienzan las rectificaciones a un proyecto incomprendido.

Bonifacia, cordonera, en su taller de Zamora, codo a codo con otras mujeres trabajadoras, niñas, jóvenes y adultas,

— teje la dignidad de la mujer pobre sin trabajo, “preservándola del peligro de perderse” (Decreto de Erección del Instituto. 7 de enero de 1874),

— teje la santificación del trabajo hermanándolo con la oración al estilo de Nazaret: “así la oración no os será estorbo para el trabajo ni el trabajo os quitará el recogimiento de la oración” (Francisco Butinyà, carta desde Poyanne, 4 de junio de 1874),

— teje relaciones humanas de igualdad, fraternidad y respeto en el trabajo: “debemos ser todas para todas, siguiendo a Jesús” (Bonifacia Rodríguez, primer discurso, Salamanca, 1876).

La casa madre de Salamanca se desentiende totalmente de Bonifacia y de la fundación de Zamora, dejándola sola y marginada, y, bajo la guía de los superiores eclesiásticos, lleva a cabo modificaciones en las Constituciones de Butinyà para cambiar los fines del Instituto.

El 1 de julio de 1901 León XIII concede la aprobación pontificia a las Siervas de san José, solicitada por la casa madre, quedando excluida la casa de Zamora. Es el momento cumbre de la humillación y despojo de Bonifacia, lo es también de su grandeza de corazón. No recibiendo contestación del obispo de Salamanca, D. Tomás Cámara y Castro, llevada por su fuerza de comunión, se pone en camino hacia Salamanca para hablar personalmente con aquellas hermanas. Pero al llegar a la Casa de santa Teresa le dicen: “tenemos órdenes de no recibirla”, y se vuelve a Zamora con el corazón partido de dolor. Sólo se desahoga mansamente con estas palabras: “No volveré a la tierra que me vio nacer ni a esta querida Casa de santa Teresa”. Y de nuevo el silencio sella sus labios, de modo que la comunidad de Zamora sólo después de su muerte se entera de lo ocurrido.

Ni siquiera este nuevo rechazo la separa de sus hijas de Salamanca y, llena de confianza en Dios, comienza a decir a las hermanas de Zamora: “cuando yo muera”, segura de que la unión se realizaría cuando ella faltase. Con esta esperanza, rodeada del cariño de su comunidad y de la gente de Zamora que la veneraban como a una santa, fallece en esta ciudad el 8 de agosto de 1905.

El 23 de enero de 1907 la casa de Zamora se incorpora al resto de la Congregación.

Cuando su vida se apaga, escondida y fecunda como grano de trigo echado en el surco, Bonifacia Rodríguez deja como herencia a toda la Iglesia:

— el testimonio de su fiel seguimiento de Jesús en el misterio de su vida oculta en Nazaret,

— una vida trasparentemente evangélica,

— y un camino de espiritualidad, centrado en la santificación del trabajo hermanado con la oración en la sencillez de la vida cotidiana.



HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II 
Domingo 9 de noviembre de 2003

1. "El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros" (1 Co 3, 17). Volvemos a escuchar estas palabras del apóstol san Pablo en esta solemne liturgia de la fiesta de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, catedral de Roma, madre de todas las iglesias.

Todo lugar reservado al culto divino es signo del templo espiritual, que es la Iglesia, formada por piedras vivas, es decir, por fieles unidos por la única fe, por la participación en los sacramentos y por el vínculo de la caridad. Los santos, en particular, son piedras preciosas de este templo espiritual.

La santidad, fruto de la obra incesante del Espíritu de Dios, resplandece en los nuevos beatos: Juan Nepomuceno Zegrí, presbítero; Valentín Paquay, presbítero; Luis María Monti, religioso; Bonifacia Rodríguez Castro, virgen; y Rosalía Rendu, virgen.

2. La visión del santuario, que el profeta Ezequiel nos presenta en la liturgia del hoy, describe un torrente que mana desde el templo llevando vida, vigor y esperanza: "Allí donde penetra esta agua, lo sanea todo" (Ez 47, 9). Esta imagen expresa la infinita bondad de Dios y su designio de salvación, desbordando los muros del recinto sagrado para ser bendición de toda la tierra.

Juan Nepomuceno Zegrí y Moreno, sacerdote íntegro, de profunda piedad eucarística, entendió muy bien cómo el anuncio del Evangelio ha de convertirse en una realidad dinámica, capaz de transformar la vida del apóstol. Siendo párroco, se propuso "ser la providencia visible de todos aquellos que, gimiendo en la orfandad, beben el cáliz de la amargura y se alimentan con el pan de la tribulación" (19 de junio de 1859).

Con ese propósito desarrolló su espiritualidad redentora, nacida de la intimidad con Cristo y orientada a la caridad con los más necesitados. En la advocación de la Virgen de las Mercedes, Madre del Redentor, se inspiró para la fundación de las Hermanas Mercedarias de la Caridad, con el fin de hacer siempre presente el amor de Dios donde hubiera "un solo dolor que curar, una sola desgracia que consolar, una sola esperanza que derramar en los corazones". Hoy, siguiendo las huellas de su fundador, este instituto vive consagrado al testimonio y promoción de la caridad redentora.

3. El padre Valentín Paquay es verdaderamente un discípulo de Cristo y un sacerdote según el corazón de Dios. Apóstol de la misericordia, pasaba largas horas en el confesionario con un don particular para hacer que los pecadores volvieran al camino recto, recordando a los hombres la grandeza del perdón divino. Poniendo en el centro de su vida de sacerdote la celebración del misterio eucarístico, invitaba a los fieles a acercarse frecuentemente a la comunión del Pan de vida.

Como tantos santos, desde muy joven, el padre Valentín se había puesto bajo la protección de Nuestra Señora, invocada en la iglesia de su infancia, en Tongres, como Causa de nuestra alegría. Ojalá que, siguiendo su ejemplo, sirváis a vuestros hermanos, para darles la alegría de encontrar verdaderamente a Cristo.

4. "Debajo del umbral del templo salía agua. (...) Allí donde penetra esta agua, lo sanea todo" (Ez 47, 1. 9). La imagen del agua, que hace revivir todo, ilumina bien la existencia del beato Luis María Monti, dedicado totalmente a sanar las llagas del cuerpo y del alma de los enfermos y de los huérfanos. Solía llamarlos los "pobrecitos de Cristo", y les servía animado por una fe viva, sostenida por una intensa y constante oración. En su entrega evangélica, se inspiró constantemente en el ejemplo de la Virgen santísima, y puso la Congregación que fundó bajo el signo de María Inmaculada.

¡Cuán actual es el mensaje de este nuevo beato! Para sus hijos espirituales y para todos los creyentes es un ejemplo de fidelidad a la llamada de Dios y de anuncio del evangelio de la caridad; un modelo de solidaridad con los necesitados y de tierna consagración a la Virgen Inmaculada.

5. Las palabras de Jesús en el Evangelio proclamado hoy: "No hagáis de la casa de mi Padre una casa de mercado" (Jn 2, 16), interpelan a la sociedad actual, tentada a veces de convertir todo en mercancía y ganancia, dejando de lado los valores y la dignidad que no tienen precio. Siendo la persona imagen y morada de Dios, hace falta una purificación que la defienda, sea cual fuere su condición social o su actividad laboral.

A esto se consagró enteramente la beata Bonifacia Rodríguez de Castro, que, siendo ella misma trabajadora, percibió los riesgos de esta condición social en su época. En la vida sencilla y oculta de la Sagrada Familia de Nazaret encontró un modelo de espiritualidad del trabajo, que dignifica la persona y hace de toda actividad, por humilde que parezca, un ofrecimiento a Dios y un medio de santificación.

Este es el espíritu que quiso infundir en las mujeres trabajadoras, primero con la Asociación Josefina y después con la fundación de las Siervas de San José, que continúan su obra en el mundo con sencillez, alegría y abnegación.

6. En una época turbada por conflictos sociales, Rosalía Rendu se hizo gozosamente servidora de los más pobres, para devolver a cada uno su dignidad, con ayudas materiales, con la educación y la enseñanza del misterio cristiano, impulsando a Federico Ozanam a ponerse al servicio de los pobres.

Su caridad era creativa. ¿De dónde sacaba la fuerza para realizar tantas cosas? De su intensa vida de oración y de su incesante rezo del rosario, que no abandonaba jamás. Su secreto era simple: verdadera hija de san Vicente de Paúl, como otra religiosa de su tiempo, santa Catalina Labouré, veía en todo hombre el rostro de Cristo. Demos gracias por el testimonio de caridad que la familia vicentina sigue dando al mundo.

7. "Él hablaba del templo de su cuerpo" (Jn 2, 21). Estas palabras evocan el misterio de la muerte y resurrección de Cristo. Todos los miembros de la Iglesia deben configurarse con Jesús crucificado y resucitado.

En esta ardua tarea nos sostiene y nos guía María, Madre de Cristo y Madre nuestra. Que intercedan por nosotros los nuevos beatos, que hoy contemplamos en la gloria del cielo. Que se nos conceda también a nosotros volvernos a encontrar todos un día en el paraíso, para gustar juntos la alegría en la vida eterna. Amén.

(fuente: www.vatican.va)

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