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sábado, 28 de junio de 2014

28 de junio: San Ireneo

Obispo y mártir
(130-202?)

Es el año 177. En las tinieblas del calabozo, los mártires de Lyón se interesan por toda la Iglesia: se alegran de todos sus triunfos, rezan por todos sus hijos y recogen todas las noticias que les hablan de sus hermanos esparcidos por todo el mundo. Un día llega hasta ellos un extraño rumor que les llena de júbilo: el fin de los tiempos se acerca, el imperio de Belial será destruido. Jesús va a volver al frente de sus legiones angélicas para fundar sobre las ruinas de las antiguas naciones el reino de su Padre. Así lo anuncian Montano y los demás profetas de Frigia. Luces de esperanza iluminan la prisión; ¿acaso la venida de Cristo no es para los mártires el fin de los sufrimientos? Pero hay gentes que se ríen de los profetas asiáticos, hay sacerdotes que los condenan, hay obispos para quienes las ideas escatológicas y las prácticas austeras del montañismo no son más que una nueva herejía. No obstante, los prisioneros siguen atentos los vaticinios, simpatizan con los rígidos milenaristas y escriben a las Iglesias para recomendarles «la paz y la unión». Escriben, sobre todo, a la Iglesia de Roma, donde preside el obispo Eleuterio; y el portador de la carta es su colega y su hermano, el obispo Ireneo. «Os rogamos—dicen al Papa—que le atendáis y le escuchéis; está abrasado por el celo del Testamento de Cristo. Si supiéramos que un título puede conferir alguna justicia al qué le lleva, os le hubiéramos presentado como un sacerdote de la Iglesia.»

Evidentemente, Ireneo ocupa ya un puesto importante en la comunidad cristiana de Lyón, tal vez el primer puesto después del obispo Potino. Cuando el obispo muere, agotado por los rigores de la prisión, los fieles le designan para sucederle. Malos tiempos corren para sus correligionarios: el odio popular les persigue, y en todo instante deben estar preparados para el martirio. Ireneo guía las almas hacia Cristo: alrededor suyo, en aquella joven Iglesia de la Galia, que se está formando, hay fervor entusiasta, exaltación religiosa, carismas de visiones, de profecías, de éxtasis, y estremecimientos de júbilo y de temor. «¡Oh raza divina del Pez celestial—rezaba uno de aquellos cristianos—, recibe con un corazón lleno de respeto la vida inmortal entre los mortales; rejuvenece tu alma, amigo mío, en las aguas divinas, por las ondas eternas de la sabiduría que da los tesoros. Recibe el alimento, dulce como la miel, del Salvador de los santos; toma, come y bebe, con el Ijzus[1] en tus manos. Ijzus[1], dame la gracia que yo deseo ardientemente, Señor y Salvador; que mi madre repose en paz, te lo pide tu hijo, oh luz de los muertos.»

Con su saber y su virtud, Ireneo mantenía viva la llama evangélica en su nueva patria. Porque él no era galo. Como otros muchos de los que dieron a conocer el cristianismo en las orillas del Ródano, había nacido en el Asia Menor, cerca de Esmirna. Adorador ferviente de Cristo, viajó inquieto durante su juventud buscando a través del Oriente los mejores expositores del Evangelio. Curioso y exigente, no quiso ser discípulo de nadie, pero oyó a muchos maestros que habían vivido en el trato íntimo de los Apóstoles. Papías inflamó su adolescencia con sus historias y sus fábulas, con sus sueños místicos y sus descripciones fantásticas del reino milenario, en que las viñas habían de tener diez mil cepas, y cada cepa diez mil ramas, y cada rama diez mil racimos, y cada racimo diez mil uvas, y cada una veinticinco metretas de vino. Más fuerte impresión hizo sobre él la enseñanza del gran obispo de Esmirna, San Policarpo, a quien habían distinguido con su amistad San Juan Evangelista y San Ignacio. Recordando a esta gran figura del cristianismo primitivo, decía más tarde: «Aún podría señalaros el lugar en que se sentaba el bienaventurado Policarpo para repetirnos las palabras de los antiguos y contarnos lo que sabía respecto a Jesús, a sus milagros y a su doctrina. Parece que le estoy viendo entrar y salir: su imagen, su andar, su género de vida, los discursos que dirigía al pueblo, todo está grabado en mi corazón.»

Pero no se contentaba, como Papías, con la palabra viva de las tradiciones orales, sino que trataba de completarlas e iluminarlas con toda suerte de conocimientos literarios. Leía infatigablemente libros cristianos y judíos, religiosos y profanos; moldeaba su espíritu en todas las producciones de la literatura bíblica y helénica, y, como dirá Tertuliano. exploraba con curiosidad infatigable todas las doctrinas. La Biblia, sobre todo, se ha convertido en sangre y alimento de su vida; piensa con ella y siente a través de ella; toda idea, toda imagen que nace en su mente, despierta en él un mundo de recuerdos, que proceden directamente de los libros inspirados. San Pablo y San Juan son sus autores favoritos. Pero conoce también la literatura clásica: cita a Hornero, a Píndaro, a Hesíodo, a Stesícoro; compara ingeniosamente a los gnósticos, que adoran a los ángeles y desconocen a Dios, con el perro de Esopo, que deja la presa por la sombra; y piensa en Edipo, el rey que se saca los ojos cuando ve a los herejes ciegos ante las luces de las Sagradas Escrituras. Ha penetrado en los sistemas filosóficos, desde las rudimentarias disquisiciones de los antesocráticos hasta la doctrina platónica del mundo sensible, imagen y reflejo del mundo eterno, pasando por las teorías del vacío y de los átomos de Demócrito y Epicuro, por el determinismo de los estoicos y los números de Pitágoras. Si desconoce el peripatetismo, es que Aristóteles se había eclipsado entonces en las escuelas.

Tal vez en sus peregrinaciones científico-religiosas Ireneo se ha encontrado con San Justino; desde luego, conoce sus obras y simpatiza con él. Conoce, como él, la historia del pensamiento de su tiempo; y aunque no tiene gran inclinación al pensamiento abstracto, pertenece, como él, a la raza griega. Su helenismo se refleja en su horror a las divagaciones, en su gusto del detalle, del hecho preciso y concreto, en el buen sentido y en la serenidad de su espíritu. Se ríe de los eones de los gnósticos, de sus complicadas genealogías y de sus abortos divinos, como Sócrates se había reído de los sofistas, y su buen gusto queda desconcertado ante el simbolismo extravagante, ante las ridículas mixtificaciones «de aquellos hombres imprudentes que no están satisfechos si no nadan en lo incomprensible». Pero este hombre de espíritu griego tiene un alma profundamente cristiana. El rasgo que le caracteriza es la profundidad de su fe: Dios. Cristo y la Iglesia son sus tres grandes amores; bellas palabras sobre la luz, sobre la vida, sobre el amor, revelan en él al discípulo de San Juan; el entusiasmo religioso se armoniza en su alma con una moderación admirable, y si tiene menos talento que Tertuliano, le supera por las cualidades del corazón. Suya es aquella expresión exquisita y profunda, digna de San Pablo: «No hay Dios sin bondad: Deus non est cui bonitas desit.»

Era tan pacífico como lo indica su nombre, dijeron de él los antiguos. Movido por sus exhortaciones, el Papa Víctor suspendió el rayo del anatema, que estaba a punto de lanzar contra los asiáticos, porque celebraban la Pascua el mismo día que los judíos y no aguardaban al domingo siguiente. De San Policarpo había heredado la simplicidad evangélica y el fervor religioso. Podemos aplicarle lo que él decía del obispo de Esmirna: «Delante de Dios me atrevo a asegurar que si este hombre bienaventurado oyera las blasfemias de los herejes, se hubiera tapado los oídos, exclamando según su costumbre: «¡Buen Dios, a qué tiempo me has reservado a fin de tolerar estas cosas! Y hubiera huido lleno de dolor.» Este sentimiento de fe es el que anima su pluma y pone en su rostro una amarga tristeza ante los estragos que la herejía causa entre sus hermanos. A veces se ríe amablemente de los extraviados, pero nunca deja de amarlos y de rezar por ellos. «Pido sin cesar—dice en una parte—para que se levanten de la fosa que se han abierto; para que se separen de su falsa madre, y salgan del abismo, y dejen el vacío, y abandonen la sombra; para que nazcan verdaderamente, entrando en la Iglesia de Dios; para que formen a Cristo en sí mismos y conozcan al Autor y Creador del Universo, el solo verdadero Dios y Señor de todas las cosas. Tal es mi oración. Al dirigirla al Padre de las luces, mi amor es más útil para ellos que aquel con que ellos creen amarse. Es un amor verdadero y saludable, aunque a veces parezca como la medicina amarga que arranca la piel muerta a causa de las heridas. Jamás me cansaré de tender la mano para salvarles.»

Así hablaba Ireneo en su gran obra La gnosis, desenmascarada y refutada. La gnosis, gran herejía de aquel tiempo, contra la cual habían luchado ya San Juan Evangelista y San Pablo, no era más que la evolución del pensamiento judío a impulso de la curiosidad filosófica de los griegos, el intento de armonizar la religión revelada con la religión helénica. Es el choque de tres corrientes: el espíritu griego, que se esfuerza por absorber en sí el judaísmo y el cristianismo; el espíritu judío, que tiende a asimilarse el pensamiento cristiano y el pensamiento helénico, y el espíritu cristiano, que acomete la empresa, legítima en su principio, pero desviada en su ruta, de dar a los dogmas y prácticas del cristianismo una expresión filosófica. A vueltas de muchas extravagancias en sus fórmulas y en sus símbolos, la gnosis abordaba la solución de problemas, sutiles, como el del origen del mal y su reparación, el del contacto del Infinito con lo finito, el de las relaciones entre Dios y el mundo. La idea inspiradora era noble y grandiosa. Ante todo, un puro monoteísmo, como punto de partida; una divinidad despojada de todo concepto aplicable a la naturaleza humana; un Ser infinitamente distanciado del mundo visible: el Padre, la Mónada, el Abismo, el gran Silencio. El silencio eterno en las profundidades de un abismo infinito: tal es el único concepto digno de la divinidad. Mas he ahí la materia, palpable y grosera: he ahí el mal, sensible y desgarrador; he ahí el corazón del hombre aspirando a la purificación, al desprendimiento de la materia, a la unión con Dios. ¿Cómo suprimir las distancias, cómo resolver el problema pavoroso, cómo unir al hombre caído con el Dios inaccesible? Los gnósticos, los hombres de la ciencia, meditan durante más de un siglo sobre estas inquietantes cuestiones, en Roma y en Atenas, en Alejandría y en Asia Menor; y surge un tropel de seres intermediarios, de fuerzas, de ideas, de demiurgos, cuyos nombres resuenan en todas las escuelas, y cuyo destino es explicar el origen del pecado, del hombre, del mundo, de toda la materia sensible. Son los eones, ecos del silencio divino, ejecutores de las voluntades eternas; espíritus angélicos, que salen del abismo para cumplir celestes embajadas. Uno de ellos es Jesús de Nazareth, que, después de muchos ensayos inútiles, logra finalmente salvar al hombre, trágicamente sacudido por las fuerzas de dos mundos contrarios, y señalarle el camino de la felicidad perfecta por la absorción en la Mónada.

Tal era el gran peligro que amenazaba a la Iglesia al terminar el siglo II, y contra el cual dirige el obispo de Lyón su libro famoso. Empieza por exponer las doctrinas que intenta destruir. Como su Dios, la secta gnóstica es oscura y misteriosa; quiere atraer a la multitud con el esoterismo prestigioso de los misterios griegos. Ireneo ha comprendido que revelar el sistema es casi vencerle. «Quiero que todos conozcan esta doctrina—dice—; después, pocas palabras me bastarán para aniquilarla. Cuando un animal salvaje se oculta en un bosque, no hay como aislar el bosque e iluminarle para dar caza al animal.» Esto es lo que él realiza con ingenio y habilidad, sin figuras retóricas, sin pretensiones literarias. «No tengo la costumbre de escribir —nos dice—; no he estudiado el arte del discurso. Habitando en medio de los celtas, obligado a hablar un lenguaje bárbaro, no esperéis de mí las galas de la elocuencia ni las gracias del estilo. Recibid con caridad lo que la caridad nos ha hecho escribir en un lenguaje sencillo, pero conforme a la verdad.» Es un exceso de modestia. Hoy no tenemos el texto griego, que San Jerónimo llamaba doctísimo y elocuentísimo; pero en la traducción latina podemos adivinar las cualidades de un gran escritor. Hay, ciertamente, rigidez en el lenguaje, desorden en la concepción y numerosas repeticiones; pero vemos, al mismo tiempo, vigor en la expresión, energía en el razonamiento, claridad y precisión, serenidad y mesura. Con frecuencia, el estilo se anima, se llena de vida y de color, se ilumina con pensamientos de un poderoso relieve. El pensamiento general es también vigoroso y profundo: O dualismo—dice Ireneo a sus adversarios—o panteísmo. O separáis a Dios del mundo, o confundís al uno con el otro; en ambos casos, destruís la verdadera noción de Dios. Si ponéis a la creación fuera de Dios, cualquiera que sea el nombre de vuestra materia eterna, vacío, caos o tiniebla, limitáis el ser divino, lo cual equivale a negarle. Decís que el mundo ha podido ser obra de los ángeles; perfectamente. Pero una de dos: a los ángeles obraron contra la voluntad del Ser supremo, o por mandato suyo. En el primer caso, acusáis a Dios de impotente; en la segunda hipótesis, caéis, a pesar vuestro, en la doctrina cristiana, que considera a los ángeles como instrumentos de Dios. Si, por el contrario, afirmáis que la creación está en Dios, que no es más que un desenvolvimiento de la sustancia divina, os hundís en un absurdo mayor. Entonces todas las imperfecciones de las criaturas serían lunares del Criador. Porque si, como decís, el mundo es fruto de la ignorancia y del pecado, el resultado de una decadencia en las sucesivas emanaciones de la divinidad, una degeneración progresiva del Ser, o, usando vuestra metáfora favorita» una mancha en el manto de Dios, es la misma naturaleza divina la que se envilece, la que degenera, la que tildáis de vicio e imperfección; y así, al intentar conservar en toda su pureza la noción de Dios, la corrompéis y la aniquiláis.

Tal fue la fuerza de estos argumentos, que ha podido decirse con verdad que San Ireneo mató al gnosticismo. No pudiendo responder, la secta se transformó en un sentido teúrgico y mágico, y esta transformación fue el principio de su ruina. Pero, además, es un hecho que San Ireneo puso los fundamentos de la teología cristiana, que él vivió con todo su ser, con la inteligencia y con el corazón. Iluminó y completó la enseñanza de la Escritura con la enseñanza de la tradición de las Iglesias apostólicas, y en especial de la Iglesia romana, «la muy grande, la muy antigua, conocida de todos, fundada por los príncipes de los Apóstoles, con títulos para reclamar la primacía soberana y la obediencia de todas las Iglesias». Creyente y filósofo, distinguió con seguridad maravillosa el dogma hacia el cual deben converger, como los radios al centro de la circunferencia, todas las teorías, todas las ideas cristianas, condensando esta doctrina en una fórmula radiosa: «Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios.» Como teólogo, sólo San Agustín y Orígenes se le pueden comparar, en los primeros siglos, por la visión sintética, armoniosa y completa de la doctrina cristiana; y tanto por la riqueza de su pensamiento como por su método, su nombre es el más importante que registra la historia del dogma entre el águila de Palmos y el águila de Hipona.

[1] Ijzus: palabra griega que significa pez. El signo del pez representa a Jesús y la palabra Ijzus se deletrea:
Iesous: Jesús
Jristos: Cristo
Zeus: Dios
Yos: Hijo
Soter: Salvador



Audiencia general de S.S Benedicto XVI presentando a San Ireneo de Lyon.

Queridos hermanos y hermanas:

En las catequesis sobre las grandes figuras de la Iglesia de los primeros siglos llegamos hoy a la personalidad eminente de san Ireneo de Lyon. Las noticias biográficas acerca de él provienen de su mismo testimonio, transmitido por Eusebio en el quinto libro de la "Historia eclesiástica".

San Ireneo nació con gran probabilidad, entre los años 135 y 140, en Esmirna (hoy Izmir, en Turquía), donde en su juventud fue alumno del obispo san Policarpo, quien a su vez fue discípulo del apóstol san Juan. No sabemos cuándo se trasladó de Asia Menor a la Galia, pero el viaje debió de coincidir con los primeros pasos de la comunidad cristiana de Lyon: allí, en el año 177, encontramos a san Ireneo en el colegio de los presbíteros.

Precisamente en ese año fue enviado a Roma para llevar una carta de la comunidad de Lyon al Papa Eleuterio. La misión romana evitó a san Ireneo la persecución de Marco Aurelio, en la que cayeron al menos 48 mártires, entre los que se encontraba el mismo obispo de Lyon, Potino, de noventa años, que murió a causa de los malos tratos sufridos en la cárcel. De este modo, a su regreso, san Ireneo fue elegido obispo de la ciudad. El nuevo pastor se dedicó totalmente al ministerio episcopal, que se concluyó hacia el año 202-203, quizá con el martirio.

San Ireneo es ante todo un hombre de fe y un pastor. Tiene la prudencia, la riqueza de doctrina y el celo misionero del buen pastor. Como escritor, busca dos finalidades: defender de los asaltos de los herejes la verdadera doctrina y exponer con claridad las verdades de la fe. A estas dos finalidades responden exactamente las dos obras que nos quedan de él: los cinco libros "Contra las herejías" y "La exposición de la predicación apostólica", que se puede considerar también como el más antiguo "catecismo de la doctrina cristiana". En definitiva, san Ireneo es el campeón de la lucha contra las herejías.

La Iglesia del siglo II estaba amenazada por la "gnosis", una doctrina que afirmaba que la fe enseñada por la Iglesia no era más que un simbolismo para los sencillos, que no pueden comprender cosas difíciles; por el contrario, los iniciados, los intelectuales —se llamaban "gnósticos"— comprenderían lo que se ocultaba detrás de esos símbolos y así formarían un cristianismo de élite, intelectualista.

Obviamente, este cristianismo intelectualista se fragmentaba cada vez más en diferentes corrientes con pensamientos a menudo extraños y extravagantes, pero atractivos para muchos. Un elemento común de estas diferentes corrientes era el dualismo, es decir, se negaba la fe en el único Dios, Padre de todos, creador y salvador del hombre y del mundo. Para explicar el mal en el mundo, afirmaban que junto al Dios bueno existía un principio negativo. Este principio negativo habría producido las cosas materiales, la materia.

Cimentándose firmemente en la doctrina bíblica de la creación, san Ireneo refuta el dualismo y el pesimismo gnóstico que devalúan las realidades corporales. Reivindica con decisión la santidad originaria de la materia, del cuerpo, de la carne, al igual que la del espíritu. Pero su obra va mucho más allá de la confutación de la herejía; en efecto, se puede decir que se presenta como el primer gran teólogo de la Iglesia, el que creó la teología sistemática; él mismo habla del sistema de la teología, es decir, de la coherencia interna de toda la fe.

En el centro de su doctrina está la cuestión de la "regla de la fe" y de su transmisión. Para san Ireneo la "regla de la fe" coincide en la práctica con el Credo de los Apóstoles, y nos da la clave para interpretar el Evangelio, para interpretar el Credo a la luz del Evangelio. El símbolo apostólico, que es una especie de síntesis del Evangelio, nos ayuda a comprender qué quiere decir, cómo debemos leer el Evangelio mismo.

De hecho, el Evangelio predicado por san Ireneo es el que recibió de san Policarpo, obispo de Esmirna, y el Evangelio de san Policarpo se remonta al apóstol san Juan, de quien san Policarpo fue discípulo. De este modo, la verdadera enseñanza no es la inventada por los intelectuales, superando la fe sencilla de la Iglesia. El verdadero Evangelio es el transmitido por los obispos, que lo recibieron en una cadena ininterrumpida desde los Apóstoles. Estos no enseñaron más que esta fe sencilla, que es también la verdadera profundidad de la revelación de Dios. Como nos dice san Ireneo, así no hay una doctrina secreta detrás del Credo común de la Iglesia. No hay un cristianismo superior para intelectuales. La fe confesada públicamente por la Iglesia es la fe común de todos. Sólo esta fe es apostólica, pues procede de los Apóstoles, es decir, de Jesús y de Dios.

Al aceptar esta fe transmitida públicamente por los Apóstoles a sus sucesores, los cristianos deben observar lo que dicen los obispos; deben considerar especialmente la enseñanza de la Iglesia de Roma, preeminente y antiquísima. Esta Iglesia, a causa de su antigüedad, tiene la mayor apostolicidad: de hecho, tiene su origen en las columnas del Colegio apostólico, san Pedro y san Pablo. Todas las Iglesias deben estar en armonía con la Iglesia de Roma, reconociendo en ella la medida de la verdadera tradición apostólica, de la única fe común de la Iglesia.

Con esos argumentos, resumidos aquí de manera muy breve, san Ireneo confuta desde sus fundamentos las pretensiones de los gnósticos, los "intelectuales": ante todo, no poseen una verdad que sería superior a la de la fe común, pues lo que dicen no es de origen apostólico, se lo han inventado ellos; en segundo lugar, la verdad y la salvación no son privilegio y monopolio de unos pocos, sino que todos las pueden alcanzar a través de la predicación de los sucesores de los Apóstoles y, sobre todo, del Obispo de Roma. En particular, criticando el carácter "secreto" de la tradición gnóstica y constatando sus múltiples conclusiones contradictorias entre sí, san Ireneo se dedica a explicar el concepto genuino de Tradición apostólica, que podemos resumir en tres puntos.

a) La Tradición apostólica es "pública", no privada o secreta. Para san Ireneo no cabe duda de que el contenido de la fe transmitida por la Iglesia es el recibido de los Apóstoles y de Jesús, el Hijo de Dios. No hay otra enseñanza. Por tanto, a quien quiera conocer la verdadera doctrina le basta con conocer "la Tradición que procede de los Apóstoles y la fe anunciada a los hombres": tradición y fe que "nos han llegado a través de la sucesión de los obispos" (Contra las herejías III, 3, 3-4). De este modo, sucesión de los obispos —principio personal— y Tradición apostólica —principio doctrinal— coinciden.

b) La Tradición apostólica es "única". En efecto, mientras el gnosticismo se subdivide en numerosas sectas, la Tradición de la Iglesia es única en sus contenidos fundamentales que, como hemos visto, san Ireneo llama precisamente regula fidei o veritatis. Por ser única, crea unidad a través de los pueblos, a través de las diversas culturas, a través de pueblos diferentes; es un contenido común como la verdad, a pesar de las diferentes lenguas y culturas.

Hay un párrafo muy hermoso de san Ireneo en el libro Contra las herejías: "Habiendo recibido esta predicación y esta fe [de los Apóstoles], la Iglesia, aunque esparcida por el mundo entero, las conserva con esmero, como habitando en una sola mansión, y cree de manera idéntica, como no teniendo más que una sola alma y un solo corazón; y las predica, las enseña y las transmite con voz unánime, como si no poseyera más que una sola boca. Porque, aunque las lenguas del mundo difieren entre sí, el contenido de la Tradición es único e idéntico. Y ni las Iglesias establecidas en Alemania, ni las que están en España, ni las que están entre los celtas, ni las de Oriente, es decir, de Egipto y Libia, ni las que están fundadas en el centro del mundo, tienen otra fe u otra tradición" (I, 10, 1-2).

En ese momento —es decir, en el año 200—, se ve ya la universalidad de la Iglesia, su catolicidad y la fuerza unificadora de la verdad, que une estas realidades tan diferentes de Alemania, España, Italia, Egipto y Libia, en la verdad común que nos reveló Cristo.

c) Por último, la Tradición apostólica es, como dice él en griego, la lengua en la que escribió su libro, "pneumatikÖ", es decir, espiritual, guiada por el Espíritu Santo: en griego, espíritu se dice pne²ma. No se trata de una transmisión confiada a la capacidad de hombres más o menos instruidos, sino al Espíritu de Dios, que garantiza la fidelidad de la transmisión de la fe. Esta es la "vida" de la Iglesia; es lo que la mantiene siempre joven, es decir, fecunda con muchos carismas. La Iglesia y el Espíritu, para san Ireneo, son inseparables: "Esta fe", leemos en el tercer libro Contra las herejías, "que hemos recibido de la Iglesia, la guardamos con cuidado, porque sin cesar, bajo la acción del Espíritu de Dios, como un depósito valioso conservado en un vaso excelente, rejuvenece y hace rejuvenecer al vaso mismo que lo contiene. (...) Donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está también la Iglesia y toda gracia" (III, 24, 1).

Como se puede ver, san Ireneo no se limita a definir el concepto de Tradición. Su tradición, la Tradición ininterrumpida, no es tradicionalismo, porque esta Tradición siempre está internamente vivificada por el Espíritu Santo, el cual hace que viva de nuevo, hace que pueda ser interpretada y comprendida en la vitalidad de la Iglesia. Según su enseñanza, la fe de la Iglesia debe ser transmitida de manera que se presente como debe ser, es decir, "pública", "única", "pneumática", "espiritual". A partir de cada una de estas características, se puede llegar a un fecundo discernimiento sobre la auténtica transmisión de la fe en el hoy de la Iglesia.

Más en general, según la doctrina de san Ireneo, la dignidad del hombre, cuerpo y alma, está firmemente fundada en la creación divina, en la imagen de Cristo y en la obra permanente de santificación del Espíritu. Esta doctrina es como un "camino real" para aclarar a todas las personas de buena voluntad el objeto y los confines del diálogo sobre los valores, y para impulsar continuamente la acción misionera de la Iglesia, la fuerza de la verdad, que es la fuente de todos los auténticos valores del mundo.

Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española. En particular, a los fieles de diversas parroquias y a los estudiantes llegados de España, así como a los militares de la Armada española. Saludo con afecto también a los visitantes de México y de otros países latinoamericanos. Os animo a adquirir una sólida formación en la fe de los Apóstoles, y a transmitirla fielmente a los demás con vuestras palabras y el ejemplo de vuestra vida. ¡Gracias por vuestra visita!

(En polaco) En la preparación a los misterios de la Semana santa nos acompaña hoy san Ireneo de Lyon, que enseña a vivir estos misterios a la luz del Evangelio y en el espíritu de la Tradición, fundada en el testimonio de los Apóstoles. La Tradición es única y se transmite a las generaciones sucesivas gracias al Espíritu Santo. Que la contemplación del misterio de la Redención nos acerque a Cristo glorioso.

(A los peregrinos croatas) Nos acercamos al domingo de Ramos y a la memoria de la entrada del Señor en Jerusalén. También él se acerca a nosotros y llama a la puerta de nuestra vida. Reconozcámoslo y acojámoslo para que nos haga partícipes de su victoria en la cruz. ¡Alabados sean Jesús y María!

(En esloveno saludó a un grupo de profesores y alumnos del liceo clásico diocesano de Sentvid) En vuestra búsqueda del saber no olvidéis que la fuente de la verdadera sabiduría está en el Señor. Cristo resucitado es el principio y el fin, el alfa y la omega. Que os acompañe siempre su bendición

(En italiano) Saludo a los peregrinos de lengua italiana, en particular, a los obispos de las diócesis de Sicilia, que en estos días realizan la visita "ad limina Apostolorum", y a los fieles que los acompañan. Queridos hermanos en el episcopado, quisiera repetiros lo que el apóstol san Pablo recomendaba a Timoteo: anunciad íntegramente la palabra de Dios, insistid a tiempo y a destiempo, amonestad, corregid, exhortad con magnanimidad y doctrina (cf. 2 Tm 4, 2). Sostened con vuestro ejemplo a los sacerdotes, a las personas consagradas y a los fieles laicos de Sicilia, para que sigan dando testimonio de Cristo y de su Evangelio con nuevo impulso y fervor. Que ningún temor sorprenda y agite vuestro corazón, queridos hermanos y hermanas. Quien sigue a Cristo no se intimida ante las dificultades; quien confía en él camina seguro. Sed constructores de paz en la justicia y en el amor, ofreciendo luz a los hombres de nuestro tiempo, los cuales aun agobiados por los afanes de la vida diaria, sienten la llamada de las realidades eternas. Pensando en la fiesta de la Anunciación, que celebramos hace pocos días, dirijo un afectuoso saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Que el "sí" pronunciado por María os anime, queridos jóvenes, a responder con generosidad a la llamada de Dios. Que la humilde adhesión de la Virgen a la voluntad divina, tanto en Nazaret como en el Calvario, os ayude a vosotros, queridos enfermos, a uniros cada vez más profundamente al sacrificio redentor de Cristo. María, la primera en acoger al Verbo encarnado, os acompañe a vosotros, queridos recién casados, en el camino matrimonial y os ayude a crecer cada día en la fidelidad del amor.

© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana

(fuentes: www.divvol.org; www.vatican.va)

otros santos 28 de junio:

- Beata María Pía Mastena

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