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jueves, 14 de abril de 2016

14 de abril: Santa Liduvina de Schiedam

Virgen
(1380-1433)
Patrona de los enfermos crónicos y patinadores sobre hielo

Dios parece haber encomendado particularmente a las mujeres el oficio de expiadoras. Mientras los santos recorren el mundo, crean, reforman, predican, convierten, negocian y combaten, ellas, más pasivas, pero también más amorosas, más abnegadas, más impresionables y menos egoístas, rezan en silencio, aman, sufren, se sacrifican sin ruido, o bien se retuercen en su lecho destrozadas por el dolor, sumidas en el abandono. En este aspecto, el caso de Santa Liduvina es famoso y ejemplar. Mientras su contemporáneo Vicente Ferrer recorría el mundo arrastrando a las multitudes, ella sufría torturas inenarrables en un baburril miserable de Schiedam. Schiedam es una aldea holandesa que descansa junto a un río, a pocos kilómetros de La Haya; bastante pequeña para carecer de todo, y bastante grande para tener un sereno. El sereno, que se llama Pedro, es el padre de Liduvina. En su casa hay honradez y pobreza. A los doce años, después de llevar la comida a sus hermanos; que están en la escuela, la niña coge el punto y trabaja sin descanso, hasta que se va la luz. Si al fin del mes ha ganado algunos florines, esta contenta. No se la ve correr por las calles, no juega con sus compañeras; pero en su cuerpo empieza a florecer esa belleza de las rubias del Norte, cuyo principal encanto está en el candor de un cutis brillante, en la ingenuidad graciosa de la risa, en la expresión de seria ternura de unos ojos enigmáticos. No tardan en afluir los pretendientes. El sereno cree que va a salir por fin de la estrechez; pero la muchacha se obstina: no quiere casarse.

Santa Hildegardes había escrito esta sentencia terrible y a la vez consoladora: «Dios no habita en un cuerpo hermoso y bien nutrido.» Y como si ahora quisiese confirmar la exactitud de esas palabras, va a coger aquella carne fresca y joven, la va a triturar, a martirizar, a desfigurar, a fin de que aparezca mejor el alma que la habita. Viene su mensajera: la enfermedad. A los quince años, la muchacha empieza a languidecer, a afearse, a debilitarse. La tez, nevada y rosada, se cubre de un color verdoso y repugnante, los ojos se apagan, las carnes se marchitan, y su aspecto cadavérico inspira horror. Un día de la Purificación recibe el regalo de la Virgen; día de nieve y de hielo. Varias jóvenes llegaron a la casa del sereno.

—¿Cómo estás, Liduvina?—preguntan a la enferma.
—Pues, mirad; siempre lo mismo—responde ella.
—Es porque tú quieres—añaden las amigas—; no sales nunca de casa, y lo que te conviene es el aire puro y fino del campo. Ven con nosotras; vamos a patinar en el Schie.

Tanto insistieron, que Liduvina se dejó arrastrar; pero apenas se había calzado los chanclos, cuando otra muchacha, en la velocidad de la carrera, tropezó con ella y la arrojó al hielo. Del golpe se le rompió una costilla del lado derecho. Y se tendió en la cama para no levantarse más. El mal iba empeorando, a pesar de todos los tratamientos médicos, o tal vez a causa de ellos. Una apostema pertinaz apareció en el lugar de la fractura. Los dolores eran espantosos. Para amortiguarlos, se trasladaba a la paciente sin cesar de una cama a otra; pero las sacudidas no hacían más que exasperar el mal. La pobre enferma lloraba y se retorcía; y hubo un momento en que, no pudiendo ya resistir, se lanzó del lecho, viniendo a caer, casi partida en dos, junto a las rodillas de su padre, que lloraba también a su lado. Sus piernas ya no la sostenían; érale preciso arrastrarse por el suelo, devorada por la fiebre y agitada por espasmos horrorosos. Después la llaga se envenenó, dando origen a la gangrena. Y las carnes se convirtieron en un hervidero de gusanos, que los médicos atacaron con cataplasmas de trigo verde, de miel, de grasa de capón, crema de leche y sebo de anguila blanca. Pero todos estos remedios no servían más que para alimentar a los parásitos. El cuerpo entero llegó pronto a estar en carnes vivas. A los tumores y las úlceras se juntó la enfermedad del «fuego sagrado» que consumió en unas semanas la carne de uno de los brazos, hasta dejar los huesos al descubierto. Era el mal más temido de la Edad Media. Los nervios se crisparon y acabaron por romperse, excepto uno que continuó uniendo el brazo al tronco. A todo esto se unieron neuralgias espantosas, que partieron la frente desde la parte superior hasta la nariz. El ojo derecho se extinguió, y el otro se hizo tan sensible, que no podía soportar la luz sin sangrar.

Parecía que la enferma había recorrido el ciclo de todas las enfermedades; mas pronto el pecho empezó a cubrirse de equimosis lívidas, que se transformaban en pústulas cobrizas; el mal se pasó al hígado y los pulmones; siguió un cáncer, que vino a abrir un agujero profundo en el pecho; y finalmente, la peste negra, que entonces hacía estragos en Europa, se abatió también en las provincias de Holanda, y dos bubones monstruosos brotaron junto al corazón de la mártir de Schiedam.

«¡Dos—dijo ella—, no está mal; pero sería mejor tres; en honor de la Santísima Trinidad!» Y el tercero floreció en la cara. Cualquiera de aquellas enfermedades hubiera bastado para llevarla al sepulcro en unos meses; pero todo era allí un milagro continuo. Los chorros de pus olían a rosas; los emplastos que se retiraban llenos de insectos, embalsamaban la casa, y de aquel cuerpo convertido en un charco de podredumbre emanaba una fragancia como de especias de Levante, que recordaba el hálito bíblico del cinamomo y el aroma holandés de la canela.

Todo era milagroso en aquella existencia. La enferma continuaba sufriendo, sin comer apenas. Durante los primeros años de su reclusión, su alimento diario era una rondeleja de manzana asada del grosor de una hostia. Si quería tomar un bocado de pan mojado en leche o cerveza, su estómago se rebelaba. Al poco tiempo aquello fue ya demasiado, y hubo de contentarse con unas gotas de agua azucarada o un sorbo de vino matado con agua, que muchas veces se contentaba con aspirar. El sueño desapareció completamente, y érale preciso velar durante noches enteras, noches interminables e implacables, echada de espaldas, cuya piel se escapaba como la corteza de un árbol. Cuentan sus biógrafos que en treinta y ocho años no durmió veinte horas.

El sufrimiento iba purificando aquella alma y levantándola a las cumbres gloriosas del amor. Al principio, el dolor la llenó de espanto. Al verse cautiva en el lecho, lloró todas sus lágrimas, y a punto estuvo de caer en la desesperación. Nada de extraordinario había habido en su vida, si no es una inclinación de cabeza que le hizo un día la Virgen en la iglesia; pero, ignorante de los caminos de Dios, Liduvina no se dio cuenta siquiera de que estas atenciones eran el preludio de tormentos atroces. Los primeros cuatro años de sus dolencias llegó a creerse realmente condenada. Ni el menor rayo de consuelo sobrenatural venía a iluminar su miseria. Dios parece haberse retirado, o más bien aguarda implacablemente. Pudiera venir a disipar aquella tiniebla, pero no quiere. Más que un indiferente, parece un enemigo. Cualquiera otro, en su lugar, se sentiría inclinado a la misericordia. Así piensa el alma cuando las tribulaciones la acometen por todas partes; y entonces la oración se hace casi imposible, y el demonio se aprovecha de esta situación para dejar caer el veneno de sus insinuaciones perversas. Sin embargo, nadie es tentado por encima de sus fuerzas; y no hay duda de que la talla espiritual de Liduvina era tal, que en vez de hacer caso de sus lloros, quiso Dios aumentar sus tristezas. El horror de la tiniebla mística la invadió. Era una aridez espantosa como un desierto vacío, una ataxia espiritual, que dejó su alma como paralizada, su entendimiento hundido en la noche, su memoria flotando en el vacío, su corazón atascado en la amargura. Ni una ayuda del Cielo, ni un consuelo de la tierra. En Schiedam había un cura cuya única preocupación era tener bien cebados sus capones, bien guarnecida la despensa y bien repleta la bolsa.

Un día, alguien dice a la enferma: «Hija mía, hasta ahora has meditado poco en la Pasión de Cristo. Hazlo en adelante, y verás cómo el yugo del Dios de los amorosos dolores será dulce para ti.» Liduvina recibió el consejo agradecida, sin comprender del todo, y empezó a practicarle. Pero todos sus esfuerzos resultaban inútiles. Quería reflexionar, imaginarse las escenas del Calvario, pero sus tormentos le interesaban más que los de Jesús. «Es imposible—decía unos días después a su consejero—; no sé lo que es meditación.» No obstante, siguió trabajando en una tierra seca, sin esperanza ninguna del menor fruto. Hasta que un día le trajeron la comunión. Fue un amanecer súbito. Algo crujió en el fondo de su ser; el amor estalló impetuosamente; saltaron chispas de fuego y haces de luz. Loca de dolor y ciega de alegría, Liduvina ya no pensaba en su cuerpo doliente y maltrecho; los gemidos que antes le arrancaban los dolores, se transformaban ahora en gritos frenéticos, en alborozados transportes. Agitada de aquella gloria divina, presa de celeste embriaguez, gesticulaba y deliraba, dejando escapar de sus ojos una lluvia de amor. Alumbrada por una gracia repentina, había comprendido finalmente su misión en la tierra: acompañar a Cristo en el Calvario, ser un alma reparadora, que se clava espontáneamente en el lugar que quedó vacío en la Cruz; reproducir, como en un espejo ensangrentado, la pobre faz del Crucificado; tener la taciturna ternura de la Verónica, la que enjugó el rostro ensangrentado de Dios; ser como la Magdalena, o como el Cirineo, el hombre que tuvo la gloria única de ayudar al Mártir divino a llevar los pecados del mundo. « ¡Señor —gritaba la paciente—, perdón por esas injurias que os hacen los hombres!»

Las maravillas empezaron. La pobre alcoba de la santa se animaba con misteriosas visitas, se iluminaba con celestes auroras. Una noche apareció una procesión extraña. Entraron primero los ángeles con los instrumentos de la Pasión: la cruz, los clavos, el martillo, la lanza, la columna, el azote y las espinas. Después de desfilar uno a uno, se colocaron en semicírculo, dejando un espacio libre junto a la cama. Sus vestiduras, recamadas de oro, despedían llamaradas policromas, y centellas de gemas fabulosas corrían sobre el fuego ondulante de las túnicas. De repente, todos se inclinaron: la Virgen avanzaba seguida de un cortejo de santos aureolados de nimbos de oro en fusión, cubiertos de sedas flotantes de nieve y de púrpura. Sencillamente vestida de llamas blancas, María llevaba en las trenzas incandescentes de sus cabellos deslumbrantes pedrerías como nunca brillaron en los palacios de la tierra. De pronto, el Niño que sonríe en sus brazos se transforma. Es un hombre, es el varón de dolores: rostro pálido, ojos ensangrentados, mejillas aradas por ranuras lívidas, cabeza desgarrada por agudas espinas, pecho teñido de sangre, frente amoratada y manos abiertas por las puntas de los clavos. Liduvina contemplaba la escena, embelesada y acongojada; acongojada por la fuerza del suplicio, embelesada por la presencia del Amado; reía y lloraba al mismo tiempo, cuando las llagas de Cristo dispararon hasta ella rayos luminosos, que le atravesaron los pies, las manos y el corazón. De este modo, entre las úlceras y los bubones aparecieron los rubíes de los estigmas.

La comunicación entre la casita del sereno de Schiedam y el paraíso celeste no se interrumpió ya hasta la muerte de la santa. Unas veces eran los habitantes del Cielo los que llegaban a la pequeña aldea holandesa; otras era la estigmatizada la que llamaba a las puertas del paraíso. De pronto, su ángel se presentaba delante de ella, invitándola a una excursión maravillosa. Unas veces recorrían espléndidos jardines o asistían a los banquetes fabulosos de la gloria; otras, atravesaban la ciudad del dolor, donde las almas se purificaban antes de entrar en posesión de su dicha; otras, visitaban los lugares santificados por la muerte de Cristo, o hacían las estaciones de las basílicas de Roma. Entre tanto, el cuerpo de la santa quedaba inmóvil en el lecho; pero cuando el alma volvía de sus largos viajes, podían observarse en ella las impresiones recogidas a través de la peregrinación: alegría jubilosa, sentimiento y pesar; temblor en los labios, sangre en las sienes y expresión de terror en el rostro.

Con las alegrías se aumentaban también las tristezas. La enfermedad tenía siempre complicaciones; crisis de demencia, ataques de apoplejía, neuralgias insoportables, dolores rabiosos de muelas, mal de piedra y terribles contracciones de nervios. A excepción de la lepra, no hubo enfermedad que no se cebase en aquel amasijo informe y monstruoso, del cual salían lágrimas y sangre, sollozos y alaridos. Pero con el dolor podía compararse la alegría. Era dulce sufrir y mezclar el sufrimiento con los sufrimientos de Dios. La idea de la expiación sostenía a la paciente. Jesús le presentaba, en una visión horrenda, el panorama triste de su tiempo. Sobre su lecho aparecía la imagen convulsa y ensangrentada de Europa, que se parecía a aquel su pobre cuerpo en estado de descomposición, charco de sangre, nido de gusanos, andrajo de carnes deshechas. Así era aquel mundo en que gobernaban aquellos locos a quienes ha llamado la Historia Pedro el Cruel, Carlos VI y Enrique de Láncaster. Era un frenesí de sacrilegios, una bacanal de crímenes, un pantano de sangre y un estercolero de podredumbre: guerra de bulas entre los antipapas; rebeldías y violencias en los magnates; ambiciones desatadas en los eclesiásticos; incendios de odio, apostemas de simonía, cánceres de lujuria, estruendos ensordecedores de banquetes y batallas. Liduvina aullaba, y se cubría los ojos con la mano que le quedaba libre, viendo la cabeza tiarada de Cristo arrojada de Aviñón a Roma y de Roma a Aviñón. Por eso tenía un olfato tan fino para el pecado. Le olía desde lejos; le descubría en los últimos repliegues del corazón; con sus ojos casi extinguidos leía en las almas de todos los que se acercaban a su lecho: príncipes y caballeros, obispos y sacerdotes, monjes y beguinas, doctores y paisanos. Unos iban por curiosidad, otros por devoción; unos la llamaban loca, otros la daban por santa; unos reían, otros admiraban. Y para todos tenía ella la palabra que quitaba la máscara o que aplicaba el bálsamo; que inquietaba, que curaba, que convertía, que iluminaba. Su habitación se había convertido en un hospital de almas. A los pecadores llevados allí por la gracia, se juntaban las gentes desamparadas por la vida, que se arrodillaban allí para aprender a sufrir.

Una mañana, Liduvina oyó que alguien le decía al oído: «Mira.» Miró y vio al ángel, su hermano, y junto a él un rosal florecido, alto como un árbol, que derramaba un perfecto olor. Sólo en la rama más alta quedaban algunas rosas por abrir. Era un anuncio gracioso de la postrera llamada. Unos días más de amorosa y de dolorosa primavera, y los capullitos despegarían sus hojas, las rosas se cubrirían de un brillo nuevo y el rosal sería trasplantado al paraíso. Así fue. Muerta, Liduvina volvió a aparecer como a los quince años: fresca, rubia y graciosa. De sus llagas sólo quedaban tres cicatrices, que corrían como hilos de púrpura sobre la nieve de su carne.


 (fuente: divvol.org)

otros santos 14 de abril:

- San Pedro González (Telmo)
- San Valeriano
- San Bernardo de Tiron

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